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Memoria de la Iglesia
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Recuerdo de Moisés. Tras ser llamado por el Señor, liberó de la esclavitud de Egipto al pueblo de Israel y lo guió hacia la “tierra prometida”. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia
Jueves 4 de septiembre

Recuerdo de Moisés. Tras ser llamado por el Señor, liberó de la esclavitud de Egipto al pueblo de Israel y lo guió hacia la “tierra prometida”.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 5,1-11

Estaba él a la orilla del lago Genesaret y la gente se agolpaba sobre él para oír la Palabra de Dios, cuando vio dos barcas que estaban a la orilla del lago. Los pescadores habían bajado de ellas, y lavaban las redes. Subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que se alejara un poco de tierra; y, sentándose, enseñaba desde la barca a la muchedumbre. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar.» Simón le respondió: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes.» Y, haciéndolo así, pescaron gran cantidad de peces, de modo que las redes amenazaban romperse. Hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que vinieran en su ayuda. Vinieron, pues, y llenaron tanto las dos barcas que casi se hundían. Al verlo Simón Pedro, cayó a las rodillas de Jesús, diciendo: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.» Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos con él estaban, a causa de los peces que habían pescado. Y lo mismo de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres.» Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le siguieron.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús ha vuelto del lugar donde se había retirado para rezar y se encuentra ahora a orillas del lago de Genesaret rodeado por una muchedumbre que acude de todas partes para escuchar sus enseñanzas y alimentar la esperanza en un futuro mejor. Jesús ya no habla solo en la sinagoga, sino que considera oportuno –y no solo por motivos de espacio– comunicar su Evangelio al aire libre, por las calles y las plazas, a orillas del lago. Es la imagen del buen pastor al que le gusta estar entre su rebaño. El papa Francisco diría que Jesús conoce realmente el olor del rebaño. Y en el corazón de este misterio entre las muchedumbres Jesús llama a sus primeros discípulos, como si quisiera subrayar el lugar y el modo de la misión de los apóstoles de ayer y de hoy. Hay tanto alboroto que Jesús, para que no le aplasten, le pide a Simón que suban a la barca y que se alejen un poco de la orilla. Desde la barca de Pedro Jesús enseña a la gente. Evidentemente no es una decisión casual. El evangelista quiere subrayar la tarea de la Iglesia y de toda comunidad cristiana a lo largo de los siglos: reproponer, en comunión con Pedro, las enseñanzas de Jesús a todas las generaciones para que escuchen y se conviertan. Cuando termina de hablar a la gente, Jesús le pide a Simón que vaya mar adentro y tire las redes. Simón y los demás que están con él escuchan perplejos. Simón comunica: "Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada". Está realmente cansado. Pero era inevitable que la pesca sin la presencia del Señor no hubiera dado fruto. En el discurso de la última cena lo dirá claramente: "El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Sin embargo, Simón, que había empezado a confiar en Jesús, añade inmediatamente: "Por tu palabra, echaré las redes". Estaba cansado, no lo había comprendido todo, pero las enseñanzas de Jesús lo habían impresionado fuertemente. Y obedeció. Obedecer no implica siempre entenderlo todo. Lo que requiere, en cualquier caso, es confianza. Y se produjo la pesca milagrosa. El evangelista dice que "haciéndolo así", es decir, habiendo obedecido, pescaron una gran cantidad de peces. Y son tantos, que tienen que llamar a otros para que les ayuden. Simón Pedro –el evangelista añade aquí el nuevo nombre "Pedro"–, al ver el milagro, se arrodilla ante Jesús. Es un gesto fruto del estupor pero sobre todo de la confianza absoluta. También los otros tres pescadores, socios de Pedro, están asombrados por lo sucedido. Jesús, dirigiéndose a Simón, le dice que se convertirá en pescador de hombres. Los cuatro pescadores dejan las redes y empiezan a seguirlo. Aquel día empezó la historia de esta singular fraternidad que es la Iglesia. Aquella barca ya está mar adentro en la historia surcando las aguas del planeta. Y Jesús continúa llamando a nuevos brazos para que la red de la misericordia crezca y no deje a nadie fuera.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.