ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor
Martes 3 de febrero


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hebreos 12,1-4

Por tanto, también nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios. Fijaos en aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcáis faltos de ánimo. No habéis resistido todavía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pecado.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El autor de la Carta a los Hebreos, después de haber narrado la larga historia de los testigos de la fe, se dirige directamente a la comunidad para exhortarla a no sentirse sola: forma parte de una extensa historia de fe. Es más, tiene a su alrededor a esta “gran nube de testigos” que la sostienen, la exhortan y la estimulan a continuar por el camino de la fe y del discipulado de Jesús. El autor retoma la imagen de la carrera –que Pablo aprecia mucho-, para que los cristianos continúen con generosidad la lucha por la fe. Como sucede en todas las carreras, es necesario abandonar cualquier peso, cualquier estorbo de pecado, y mantener la mirada fija en la meta, es decir, en Jesús, “el que inicia y consuma la fe”. El cristiano está llamado a imitar a Cristo. En ese sentido es siempre discípulo, es decir, un creyente que escucha y sigue al Maestro en todas las etapas de su vida. El discípulo comprende de ese modo la urgencia de los tiempos: no se entretiene, no se demora, no pospone las cosas. Sabe que toda estación tiene su momento oportuno que no se puede perder. Por ello corre con perseverancia. La Carta habla de alegría y de cruz. Parece una situación contradictoria; en realidad la alegría verdadera del cristiano no puede dejar de pasar a través de las heridas del dolor y del sufrimiento, no puede evitar tocar las llagas de Jesús. El autor aclara que seguir a Jesús comporta también la cruz y, por tanto, significa aceptar oposiciones y amenazas por el camino, para llegar a la patria del cielo. Los creyentes no deben jamás apartar su mirada de Jesús: “Fijaos en aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcáis faltos de ánimo” (12, 3). El Evangelio se convierte en el espejo ante el cual el cristiano debe rendir cuentas cada día: su diferencia respecto del mundo conlleva siempre una oposición. El discípulo, por ello, no es menos que el Maestro. Sin embargo, es cierto que nosotros no hemos “resistido todavía hasta llegar a la sangre”, como les pasó a Jesús y a los innumerables mártires de la fe. En el cansancio de la vida y las dificultades es fácil ceder, adaptarse, buscar un equilibrio y un poco de bienestar, olvidando que la alegría viene “del dar más que del recibir”. Los mártires y testigos de la fe que Juan Pablo II quiso recordar durante el gran jubileo del año 2000, constituyen para todos nosotros el signo de una vida cristiana donada, de hombres y mujeres que han vivido la alegría del Evangelio incluso en la tribulación y el sufrimiento.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.