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Memoria de los pobres
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Memoria de los pobres

Memoria de san Policarpo, discípulo del apóstol Juan, obispo y mártir (+ 155). Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres
Lunes 23 de febrero

Memoria de san Policarpo, discípulo del apóstol Juan, obispo y mártir (+ 155).


Lectura de la Palabra de Dios

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Levítico 19,1-2.11-18

Habló Yahveh a Moisés, diciendo: Habla a toda la comunidad de los israelitas y diles: Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo. No hurtaréis; no mentiréis ni os defraudaréis unos a otros. No juraréis en falso por mi nombre: profanarías el nombre de tu Dios. Yo, Yahveh. No oprimirás a tu prójimo, ni lo despojarás. No retendrás el salario del jornalero hasta el día siguiente. No maldecirás a un mudo, ni pondrás tropiezo ante un ciego, sino que temerás a tu Dios. Yo, Yahveh. Siendo juez no hagas injusticia, ni por favor del pobre, ni por respeto al grande: con justicia juzgarás a tu prójimo. No andes difamando entre los tuyos; no demandes contra la vida de tu prójimo. Yo, Yahveh. No odies en tu corazón a tu hermano, pero corrige a tu prójimo, para que no te cargues con pecado por su causa. No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, Yahveh.

 

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

El pasaje del Levítico se sitúa entre dos mandamientos, que son el colofón de una especie de decálogo recogido por el autor sacro: “Sed santos, porque yo soy santo” y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Dios y prójimo aparecen también aquí unidos por la Palabra de Dios, pero de una forma distinta al doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo. La santidad es la condición misma de Dios. Es decir, Él es distinto de nosotros, separado, trascendente, pero no encerrado en su existencia. Dios nos pide participar en su misma vida. De aquí la invitación: “sed santos”. Parece decirnos: no tengáis miedo de tomar parte en mi propia forma de ser, en mi perfección. El amor por el prójimo realiza la invitación a la santidad, hace posible a cada uno el participar de la vida divina y de su condición. Entre estas dos invitaciones se encierra una serie de mandamientos que esbozan el modo concreto para hacerse santos. Algunos de ellos son parecidos al Decálogo de Éxodo 20, como por ejemplo el versículo 11, que retoma el séptimo y octavo mandamientos: “No hurtaréis; no mentiréis; no os engañaréis unos a otros”. Este último se retoma nuevamente en los versículos 15 y 16, donde se habla de la injusticia en el tribunal y de la calumnia. Los mandamientos se refieren sobre todo al prójimo necesitado: no oprimir al prójimo ni privarlo de sus bienes, pagar al obrero, no maldecir al mudo ni obstaculizar al ciego, juzgar con justicia en los tribunales, no difundir calumnias y no cooperar en la muerte del prójimo (se refiere quizá a la posibilidad de condenar a alguien por un falso testimonio, como ocurre por ejemplo en el caso de Nabot en 1 R 21), no albergar odio sino corregir abiertamente al prójimo, no vengarse ni guardar rencor. Como podemos constatar, a pesar del lenguaje marcado por la práctica jurídica de aquel tiempo, estos mandamientos son verdaderamente actuales, y nos ayudan a reflexionar sobre los comportamientos concretos que nos impiden recorrer el camino de la santidad amando al prójimo como a nosotros mismos. El Señor no nos pide una medida imposible; y sin embargo, si pensamos cuánto nos amamos a nosotros mismos, podemos imaginar lo distinta que sería nuestra vida si viviésemos la misma medida de amor hacia los demás.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.