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Miércoles 1 de abril

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Lectura de la Palabra de Dios

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Si morimos con él, viviremos con él,
si perseveramos con él, con él reinaremos.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Mateo 26,14-25

Entonces uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue donde los sumos sacerdotes, y les dijo: «¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré?» Ellos le asignaron treinta monedas de plata. Y desde ese momento andaba buscando una oportunidad para entregarle. El primer día de los Azimos, los discípulos se acercaron a Jesús y le dijeron: «¿Dónde quieres que te hagamos los preparativos para comer el cordero de Pascua?» El les dijo: «Id a la ciudad, a casa de fulano, y decidle: "El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos."» Los discípulos hicieron lo que Jesús les había mandado, y prepararon la Pascua. Al atardecer, se puso a la mesa con los Doce. Y mientras comían, dijo: «Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará.» Muy entristecidos, se pusieron a decirle uno por uno: «¿Acaso soy yo, Señor?» El respondió: «El que ha mojado conmigo la mano en el plato, ése me entregará. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!» Entonces preguntó Judas, el que iba a entregarle: «¿Soy yo acaso, Rabbí?» Dícele: «Sí, tú lo has dicho.»

 

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Si morimos con él, viviremos con él,
si perseveramos con él, con él reinaremos.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

El relato de la traición de Judas suscita siempre sentimientos de dolor y desconcierto. ¡Qué diferencia con María, que solo unos días antes había ungido los pies de Jesús con ungüento precioso! Judas llega a vender a su Maestro por treinta denarios (el precio del rescate de un esclavo). ¡Cuánta amargura en aquellas palabras iniciales del Evangelio que hemos escuchado: “Uno de los Doce”! Sí, uno de sus amigos más cercanos. Uno a quien Jesús había elegido, le había amado, se había preocupado por él, le había defendido de los ataques de los enemigos; y ahora es precisamente él quien les va a vender a Jesús. El corazón de Judas se había dejado llenar de sí mismo. Quizá había caído en la seducción de la violencia contra Jesús, desilusionado por un “Mesías” que no aceptaba convertirse en un líder político que guiara a Israel para expulsar a los romanos. Quizá había caído en la seducción del dinero distanciándose del Maestro hasta llegar a la traición. Por lo demás, Jesús había dicho claramente: “No podéis servir a Dios y al Dinero” (Mt 6, 24), pero Judas prefiere el dinero y toma este camino. Sin embargo, la conclusión de esta aventura es muy diferente de como Jesús la veía al comienzo. Tal vez la angustia comienza para Judas precisamente con la preocupación por encontrar la forma y el momento de “entregar a Jesús”. He aquí que el momento está a punto de llegar: coincide con la Pascua, con el tiempo en el que el cordero es inmolado en recuerdo de la liberación de la esclavitud de Egipto. Jesús sabe bien lo que le espera en aquella Pascua, hasta el punto de decir: “Mi tiempo está cerca”.Pide a los discípulos que preparen la cena pascual, la cena del cordero. Con esta decisión Jesús muestra que en realidad no es Judas quien lo “entrega” a los sacerdotes. Es al contrario: es él mismo quien se “entrega” a la muerte por amor a los hombres. Jesús podría alejarse de Jerusalén, retirarse a un lugar desierto y seguro que evitaría su captura, pero no lo hace, sino que se queda en Jerusalén. La tarde que precede a la noche en la que Dios libera a su pueblo de la esclavitud de Egipto, Jesús decide celebrar la cena en la que los judíos recuerdan la decisión de Dios que se vuelve a apropiar de su pueblo. Mientras los discípulos están a la mesa, Jesús rompe el ambiente alegre con el que normalmente se celebra este acontecimiento y habla abiertamente de la traición que está a punto de consumarse contra él. La anuncia pero no se opone. Por su parte, no hay voluntad de huida. El desea solo el amor. En todo caso, como se lee en la Escritura, Jesús puede repetir: “¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva?”. La petición de amor realizada por Jesús aquella tarde sigue resonando en los oídos de todos los discípulos, incluso en los de todos los hombres: la pasión de Jesús no ha terminado y la necesidad de amor se alza sobre todo desde los pobres, los débiles, los que están solos, los condenados, aquellos que tienen la vida martirizada por la maldad. Todos tenemos que estar atentos para alejar de nosotros ese instinto de traición que hay en el corazón de cada uno. Aquella tarde, incluso Judas, para ocultar sus intenciones a los demás, se atreve a decir: “¿Soy yo acaso, Rabbí?” Preguntémonos por nuestras traiciones, no para dejar que nos aplasten, sino para unirnos aun más a Jesús que sigue tomando sobre sus espaldas los pecados del mundo, incluso los nuestros.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.