ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias

Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo de los atentados terroristas de EEUU; recuerdo de las víctimas del terrorismo y de la violencia, y oración por la paz. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 11 de septiembre

Recuerdo de los atentados terroristas de EEUU; recuerdo de las víctimas del terrorismo y de la violencia, y oración por la paz.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primera Timoteo 1,1-2.12-14

Pablo, apóstol de Cristo Jesús, por mandato de Dios nuestro Salvador y de Cristo Jesús nuestra esperanza, a Timoteo, verdadero hijo mío en la fe. Gracia, misericordia y paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro. Doy gracias a aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio, a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero encontré misericordia porque obré por ignorancia en mi infidelidad. Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Tras el primer encarcelamiento en Roma (61-63), durante un viaje misionero, Pablo había dejado a Timoteo en Éfeso como vicario suyo y jefe de la comunidad cristiana. Él había estado allí durante tres años, del 54 al 57 (Hch 19); luego, despidiéndose de los ancianos, en el viaje de retorno a Jerusalén, les exhortó a mantenerse vigilantes (Hch 20,31). En aquella ocasión ya había predicho: "después de mi partida... entre vosotros mismos aparecerán algunos propalando falsedades, para arrastrar tras de sí a los discípulos" (Hch 20,30). Por eso había recomendado a Timoteo que tuviera una postura firme contra los que proclamaban opiniones alejadas del Evangelio. La Epístola, aunque está dirigida a Timoteo, tiene como destinataria toda la comunidad que, por culpa de los falsos maestros, corre el peligro de alejarse de su vocación. Pablo, haciendo uso de su autoridad apostólica, pide a todos que escuchen a Timoteo como si se tratara de él mismo. Aclara así el sentido de la autoridad en la comunidad cristiana. El que ocupa el puesto de guía tiene la tarea de servir a la unidad entre todos y de custodiar la fidelidad a la predicación apostólica. Al mismo tiempo que hace frente a los que difunden errores, debe sobre todo edificar la comunidad con la predicación. Pablo no describe los errores pero describe las consecuencias que provocan. La aparición de resentimientos y de disputas hacían difícil la comunión entre los hermanos y todo eso los alejaba de Dios. Y alejarse de Dios es prueba de la falsedad de aquellas doctrinas. El Evangelio se nos comunicó para que creciera en nosotros el amor de Dios y de los hermanos. Y ese amor no se basa en nuestras costumbres ni se mide según nuestras convicciones, sino escuchando la Palabra de Dios. Sin el deseo de construir esta fraternidad según el Evangelio, lo único que se hace son habladurías, dice el apóstol. A los corintios les escribía que sin el amor son como "bronce que suena o címbalo que retiñe" (1 Co 13,1). Eso pasa siempre que olvidamos que somos discípulos y nos las damos de "doctores de la ley". La soberbia es germen de muerte en la comunidad porque la amenaza en su mismo corazón: el amor. Pablo declara que la ley es buena porque fue dada para preparar el Evangelio: es "nuestro pedagogo hasta la llegada de Cristo", escribe a los gálatas (Ga 3,24). Pero con la llegada de Jesús llegó "el fin de la ley" (Rm 10,4). Es evidente que la ley es útil para los discípulos, pero solo si la entienden como un apoyo para mantenerse fieles al Evangelio. El discípulo de Jesús, salvado del pecado, es acogido en la comunidad. Y en la comunión fraterna encuentra la salvación. El apóstol, sabiendo que la ley es para los pecadores, enumera a varios: prevaricadores y rebeldes, impíos y pecadores, irreligiosos y profanadores, parricidas y matricidas, asesinos, adúlteros, homosexuales, traficantes de esclavos, mentirosos, perjuros... La ley fue promulgada para todos ellos, para que frenara sus instintos destructores que les llevaban a hacer el mal. En realidad, cada uno de nosotros sabe que es esclavo de sus instintos. Por eso no debemos despreciar la ley, es decir, una estricta disciplina que suavice las durezas, que evite los abusos y que aleje los pensamientos malvados y violentos. El mismo Evangelio del amor –lejos de ser una nueva ley– exige una disciplina del corazón para que no ahoguemos con nuestras oposiciones el amor que el Señor ha derramado en nosotros. Lo que salva es el amor del Señor, pero hay que dejarlo trabajar en nuestra vida. Y el Evangelio que se le confió a Pablo es, precisamente, anunciar la liberación de la ley con el Evangelio del amor. Por tanto, quien piense que es justo e inmune al mal, que esté atento porque corre el peligro de no saber aceptar la libertad del amor, la única que puede cortar nuestra complicidad con el mal. Por el contrario, quien reconoce su pecado y siente la necesidad de ser salvado, acogerá y comprenderá el amor que Dios nos ha dado.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.