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Memoria de Jesús crucificado
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Memoria de Jesús crucificado

Recuerdo de Marta. Acogió al Señor Jesús en su casa. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 29 de julio

Recuerdo de Marta. Acogió al Señor Jesús en su casa.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 10,38-42

Yendo ellos de camino, entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Acercándose, pues, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude.» Le respondió el Señor: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hoy la Iglesia recuerda a Marta, la hermana de María y de Lázaro. Con este recuerdo comprendemos la fuerza del evangelio que lleva a cambiar el corazón y la vida. Marta, en efecto, tras haber acogido a Jesús en casa, se muestra "atareada en muchos quehaceres", que en su opinión son las cosas importantes de verdad. Estos "quehaceres", esta convicción que tiene, hacen que esté tan ocupada que ni siquiera se da cuenta de que el Maestro está allí. Está tan concentrada en lo que piensa que no solo está lejos de escuchar a Jesús sino que incluso le reprocha que no se interese por lo que ella está haciendo. En definitiva, ella quería que el invitado le prestara atención y no al revés. De ese modo mostraba cuál era realmente el centro de interés para ella: no Jesús sino ella misma. En el fondo tiene una actitud de sierva, reivindicativa como quien siente que no tienen en cuenta su papel, banalmente protagonista, y no quiere que María sea, al contrario que ella, amiga. Piensa probablemente que es un error no hacer nada para el invitado, que Jesús es como los hombres del mundo que se imponen a sí mismos y que quieren ser servidos. Realmente se estaba poniendo muy nerviosa, aunque su intención era la de propinar una buena acogida. En realidad estaba dejando escapar lo esencial. Cada vez que nos concentramos en nosotros mismos y en nuestras cosas huimos de escuchar al Señor (¡cuántas veces nuestros quehaceres nos impiden encontrar tiempo para escuchar o leer la Palabra de Dios!) y no comprendemos el sentido de lo que hacemos y vivimos. En definitiva, perdemos las prioridades: todo es importante y nada lo es. La mejor parte es la que nadie puede quitar: la unión con él. María, en cambio, que había comprendido qué era lo más importante de la vida, se pone delante del Maestro y, con atención, escucha sus palabras. Toda nuestra vida, todo nuestro pensamiento y todas nuestras acciones deben ser fruto de escuchar el Evangelio. Marta aprendió la lección que le enseñó Jesús. Continuó acogiéndole en su casa y le abrió su corazón. Cuando Jesús fue a visitar la tumba de Lázaro, ya muerto, ella fue la primera que vio al Maestro y salió a su encuentro. Había aprendido a correr hacia aquel Maestro que la amaba a ella, a su hermana y a Lázaro como a ningún otro. Hoy nos pide también a nosotros que no dejemos que nuestros quehaceres nos bloqueen, y que salgamos de casa y corramos hacia aquel Maestro que puede salvarnos de la muerte.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.