ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los pobres
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres
Lunes 26 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 32 (33), 12-13.18-22

12 ¡Feliz la nación cuyo Dios es el Señor,
  el pueblo que escogió para sí como heredad!

13 El Señor observa de lo alto del cielo,
  ve a todos los seres humanos.

18 Los ojos del Señor sobre sus adeptos,
  sobre los que esperan en su amor,

19 para librar su vida de la muerte
  y mantenerlos en tiempo de penuria.

20 Esperamos anhelantes al Señor,
  él es nuestra ayuda y nuestro escudo;

21 en él nos alegramos de corazón
  y en su santo nombre confiamos.

22 Que tu amor, Señor, nos acompañe,
  tal como lo esperamos de ti.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La liturgia pone en nuestra boca algunos versículos del Salmo 32, un himno a la Palabra de Dios que crea, que guía la historia por el camino de la justicia y del amor y que guía con pasión materna al pueblo que el Señor ha escogido. El salmista canta la bienaventuranza de la «nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que escogió para sí como heredad» (v. 12). En un solo versículo se resume el misterio de la alianza entre Dios e Israel. El Señor, en su misericordia, escoge a Israel como su pueblo. Y esta decisión es la base de la bienaventuranza de Israel. Pero Israel también acepta la alianza, por la que reconoce al Señor como único Dios. Es el misterio que atraviesa toda la Sagrada Escritura, desde las páginas del Éxodo. Dice el Señor a su pueblo: «Si de veras me obedecéis y guardáis mi alianza, seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la Tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,5-6). El pueblo del Señor, el más antiguo entre todos, tiene la misión de testimoniar a todos los pueblos de la tierra la grandeza y el amor del Señor. La mirada sin fronteras de Dios es la raíz de la misión «sacerdotal» –es decir, santa– del pueblo de creyentes por el mundo entero. Dios tiene una mirada universal, como canta el salmo: «El Señor observa de lo alto del cielo, ve a todos los seres humanos» (v. 13). El Señor ve a todos los pueblos, ve nuestras megalópolis, ve un mundo que se ha globalizado. Y ama a todo el mundo, sin excluir a nadie. Y escoge a un pequeño pueblo para hablar a todos los pueblos, a un pequeño pueblo para hablar al gran pueblo de la ciudad. Estas palabras nos recuerdan la decisión de Dios de salvar a los hombres no de uno en uno sino reuniéndolos en un pueblo. Esta sabiduría bíblica contesta radicalmente aquel individualismo que extiende cada vez más su poder y hace que los hombres piensen cada uno en sí mismo y desligado de los demás. El Señor mira a los hombres para salvarles del poder del mal. En las páginas del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento encontramos a menudo la imagen del Señor como un pastor bueno que reúne a las ovejas dispersas para llevarlas juntas hacia pastos verdes donde pueden reposar. El salmista canta que «los ojos del Señor sobre sus adeptos, sobre los que esperan en su amor, para librar su vida de la muerte y mantenerlos en tiempo de penuria» (vv. 18-19). Si el Señor mira a su pueblo, también su pueblo debe mirar al Señor. Es una invitación a la reciprocidad: del mismo modo que el Señor es incapaz de apartar la mirada del pueblo que ha escogido, también nosotros deberíamos tener siempre nuestra mirada fija en el Señor. Sin embargo, fácilmente fijamos nuestra mirada en nosotros mismos o en nuestro reducido entorno. El salmo, en sus últimos tres versículos, nos hace levantar la mirada: «Esperamos anhelantes al Señor, él es nuestra ayuda y nuestro escudo; en él nos alegramos de corazón y en su santo nombre confiamos. Que tu amor, Señor, nos acompañe, tal como lo esperamos de ti» (vv. 20-22). Son las palabras de la alegría del creyente que la piedad cristiana eligió para cerrar el tradicional canto de acción de gracias del Te Deum.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.