ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 28 de julio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Salmo 18 (19), 8-11

8 La ley del Señor es perfecta,
  hace revivir;
  el dictamen del Señor es veraz,
  instruye al ingenuo.

9 Los preceptos del Señor son rectos,
  alegran el corazón;
  el mandato del Señor es límpido,
  ilumina los ojos.

10 El temor del Señor es puro,
  estable por siempre;
  los juicios del Señor veraces,
  justos todos ellos,

11 apetecibles más que el oro,
  que el oro más fino;
  más dulces que la miel,
  más que el jugo de panales.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El salmista, en esta tercera parte del Salmo 18, canta un himno a la Ley del Señor. Esta –afirma con firmeza– «es perfecta» (v. 8). El término «ley» hace referencia a la Torá (que significa «instrucción»), es decir la enseñanza que Dios Dio a su pueblo para que caminara por el camino de la salvación. La palabra «Ley» –en el judaísmo– indica los cinco primeros libros del Antiguo Testamento (el Pentateuco). En estos libros se narra la acción salvadora de Dios y los mandamientos que el Señor da a su pueblo. No es una serie de normas escritas, sino la narración de la alianza de Dios con su pueblo. Con el término «ley» se hace referencia, pues, a la acción salvadora de Dios por Israel y la prescripción de un nuevo camino de obediencia. Así pues, la ley es el camino de la salvación. Es el camino «perfecto», recto, no tortuoso e insidioso como los caminos de los hombres que llevan a la violencia y a la esclavitud. La «Ley» del Señor, en cambio, lleva al pueblo a la salvación. No son normas exteriores, porque la Ley requiere una decisión, una alianza en la que participan visceralmente tanto el Señor como su pueblo. La Ley no está escrita sobre piedras, sino en el corazón de los creyentes. Y es la Ley, lo que los convierte en el pueblo de Dios. La Ley edifica, une a los creyentes con el Señor y, por tanto, entre ellos. Viene a la memoria el episodio del descubrimiento del libro de la Ley durante la época de la reconstrucción, tras el exilio de Babilonia. El libro de Esdras narra el momento en el que lo descubrieron y lo leyeron: «Todo el pueblo se congregó como un solo hombre en la plaza... Todo el pueblo lloraba al oír las palabras de la Ley» (Ne 8,1.9) Por eso el salmista puede decir que la Ley «hace revivir» y sostiene al pueblo en la alianza. La Ley es límpida e ilumina los ojos, es justa y más apetecible que el oro y más dulce que la miel, canta el salmista. Y sus efectos son buenos: la Ley hace revivir, instruye, alegra el corazón e ilumina la mirada. Cuando Jesús vino a la tierra no negó la Ley, sino que la cumplió. En el discurso de la montaña dijo: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolirlos sino a darles cumplimiento» (Mt 5,17). Y cuando le preguntaron cuál era el mayor de los mandamientos, contestó: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y primer mandamiento. El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la ley y los profetas» (Mt 22,34-40). Para los cristianos toda la Ley se resume en estos dos grandes mandamientos que caracterizaron la vida de Jesús y la de sus discípulos. Al inicio de este nuevo milenio, se nos confía también a nosotros esta Ley para que pueda continuar dando frutos de justicia, de paz y de amor.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.