ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo
Sábado 15 de junio


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Segunda Corintios 5,14-21

Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos. Así que, en adelante, ya no conocemos a nadie según la carne. Y si conocimos a Cristo según la carne, ya no le conocemos así. Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Pablo vuelve a explicar el sentido de su ministerio apostólico para que los Corintios sepan responder a aquellos que se presentaban llenos de sí mismos, alardeando de sus experiencias religiosas y de su sabiduría. Pablo, en cambio, habiendo "perdido el juicio" por amor de Cristo ("si hemos perdido el juicio, ha sido por Dios"), afirma que los creyentes ya no viven para ellos mismos sino para Jesús, que murió y resucitó por todos. Ese es el corazón del Evangelio: Jesús dio su vida por todos, por la salvación de todos. El Evangelio no excluye a nadie. Quien acoge a Jesús en su corazón es una criatura nueva porque amará como Jesús amó. El discípulo sabe que tiene que gastar su vida para comunicar el Evangelio del amor. Por desgracia a menudo olvidamos que ese, y solo ese, es el corazón de la vida cristiana. Es lo que realmente necesita el mundo. ¡Cuántas veces dejamos que nos domine el amor solo por nosotros mismos y dejamos que crezca la indiferencia y la soledad! Escribe el apóstol: "El que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo" (v. 17). Y lo nuevo son las cosas de Dios, las del amor sin límites, las que traen consigo reconciliación, no división; amor, no odio. Todo cuanto hace Jesús es para reconciliarnos con Dios y entre nosotros. Si estamos unidos a Jesús nos reconciliamos con Dios y nos reconciliaremos también entre nosotros. El apóstol se hizo ministro de la reconciliación, embajador de Cristo, para reconciliar a todos con el Padre. También hoy el apóstol continúa diciéndonos: "¡Reconciliaos con Dios!". En un mundo destrozado por las divisiones, devorado por el mal y avaro de perdón, los creyentes deben mostrar misericordia, piedad y reconciliación. Jesús vino para crear un movimiento de reconciliación con el Padre del cielo porque siguiendo ese camino sabe que podemos reconciliarnos también entre nosotros. Es un movimiento que hay que vivir de varias maneras, empezando por confesar los pecados y continuando por encontrarse y dialogar con todos, incluso con los enemigos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.