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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

XXIV del tiempo ordinario
Recuerdo de María, madre de Jesús, que sufre bajo la cruz, y de todos aquellos que viven la compasión con quien está crucificado, solo, condenado.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo
Domingo 15 de septiembre

XXIV del tiempo ordinario
Recuerdo de María, madre de Jesús, que sufre bajo la cruz, y de todos aquellos que viven la compasión con quien está crucificado, solo, condenado.


Primera Lectura

Éxodo 32,7-11.13-14

Entonces habló Yahveh a Moisés, y dijo: "¡Anda, baja! Porque tu pueblo, el que sacaste de la tierra de Egipto, ha pecado. Bien pronto se han apartado el camino que yo les había prescrito. Se han hecho un becerro fundido y se han postrado ante él; le han ofrecido sacrificios y han dicho: "Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de Egipto."" Y dijo Yahveh a Moisés: "Ya veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Déjame ahora que se encienda mi ira contra ellos y los devore; de ti, en cambio, haré un gran pueblo." Pero Moisés trató de aplacar a Yahveh su Dios, diciendo: "¿Por qué, oh Yahveh, ha de encenderse tu ira contra tu pueblo, el que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran poder y mano fuerte? Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel, siervos tuyos, a los cuales juraste por ti mismo: Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo; toda esta tierra que os tengo prometida, la daré a vuestros descendientes, y ellos la poseerán como herencia para siempre." Y Yahveh renunció a lanzar el mal con que había amenazado a su pueblo.

Salmo responsorial

Salmo 50 (51)

Tenme piedad, oh Dios, según tu amor,
por tu inmensa ternura borra mi delito,

lávame a fondo de mi culpa,
y de mi pecado purifícame.

Pues mi delito yo lo reconozco,
mi pecado sin cesar está ante mí;

contra ti, contra ti solo he pecado,
lo malo a tus ojos cometí.
Por que aparezca tu justicia cuando hablas
y tu victoria cuando juzgas.

Mira que en culpa ya nací,
pecador me concibió mi madre.

Mas tú amas la verdad en lo íntimo del ser,
y en lo secreto me enseñas la sabiduría.

Rocíame con el hisopo, y seré limpio,
lávame, y quedaré más blanco que la nieve.

Devuélveme el son del gozo y la alegría,
exulten los huesos que machacaste tú.

Retira tu faz de mis pecados,
borra todas mis culpas.

Crea en mí, oh Dios, un puro corazón,
un espíritu firme dentro de mí renueva;

no me rechaces lejos de tu rostro,
no retires de mí tu santo espíritu.

Vuélveme la alegría de tu salvación,
y en espíritu generoso afiánzame;

enseñaré a los rebeldes tus caminos,
y los pecadores volverán a ti.

Líbrame de la sangre, Dios, Dios de mi salvación,
y aclamará mi lengua tu justicia;

abre, Señor, mis labios,
y publicará mi boca tu alabanza.

Pues no te agrada el sacrificio,
si ofrezco un holocausto no lo aceptas.

El sacrificio a Dios es un espíritu contrito;
un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo
desprecias.

¡Favorece a Sión en tu benevolencia,
reconstruye las murallas de Jerusalén!

Entonces te agradarán los sacrificios justos,
- holocausto y oblación entera -
se ofrecerán entonces sobre tu altar novillos.

Segunda Lectura

Primera Timoteo 1,12-17

Doy gracias a aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio, a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero encontré misericordia porque obré por ignorancia en mi infidelidad. Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús. Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo. Y si encontré misericordia fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para obtener vida eterna. Al Rey de los siglos, al Dios inmortal, invisible y único, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Lectura del Evangelio

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Lucas 15,1-32

Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a él para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este acoge a los pecadores y come con ellos.» Entonces les dijo esta parábola. «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las 99 en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: "Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido." Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión. «O, ¿qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas, y dice: "Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido." Del mismo modo, os digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.» Dijo: «Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre: "Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde." Y él les repartió la hacienda. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. «Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros." Y, levantándose, partió hacia su padre. «Estando él todavía lejos, le vió su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: "Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo." Pero el padre dijo a sus siervos: "Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado." Y comenzaron la fiesta. «Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. El le dijo: "Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano." El se irritó y no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. Pero él replicó a su padre: "Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!" «Pero él le dijo: "Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado."»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ayer fui sepultado con Cristo,
hoy resucito contigo que has resucitado,
contigo he sido crucificado,
acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Homilía

El Evangelio de este domingo nos presenta en primer lugar a un pastor que llama a sus amigos y les dice: "Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido" (v. 6); luego, a una mujer que va a encontrar a sus amigas y las invita: "Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido" (v. 9). Y por último, a un padre que llama a los siervos y les dice: "Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida" (vv. 23-24). Son tres maneras para expresar el mismo estado de ánimo: la alegría de Dios cuando recupera a sus hijos que se habían perdido. Imagino la alegría de Dios que explota en cada santa Liturgia del domingo. Esta fiesta es hermosa porque es común y une la tierra con el cielo, y la felicidad es un pan que partimos juntos. Los hijos de la parábola, en cambio, buscan una felicidad solo para ellos.
"Padre -dijo el hijo más joven-, dame la parte de la hacienda que me corresponde" (v. 12). Prefiere una parte al todo. A aquel joven, como nos sucede a menudo a cada uno de nosotros, le molesta lo que es común; le molesta no ser amo absoluto de sí mismo y de sus cosas. "Dame mi parte." Es una triste frase que se repite a diario. El joven se alejó de casa y vivió libertinamente sin ninguna dependencia, ni del padre ni de la casa. Pero comportándose así, aquel joven terminó cuidando puercos.
Igualmente egoísta fue el hermano mayor. Tan pronto como los siervos anunciaron el motivo de la fiesta, se irritó con el padre y no quiso entrar. Rechaza la fiesta y la misericordia; prefiere un cabrito para él y algún que otro amigo antes que el novillo cebado y la mesa puesta con su hermano y todos los demás. Parece extraño que no se deje llevar por aquella fiesta, pero eso es lo que pasa cada vez que uno quiere la fiesta para sí mismo. El Padre le dice: "Todo lo mío es tuyo" (v. 31). Pero aquel hijo prefiere quedarse fuera, nervioso y triste; parece increíble, pero está triste porque el padre ha organizado una gran fiesta.
Estos dos hijos no están lejos de nosotros; conviven en el corazón de cada uno de nosotros, que, como ellos, compartimos el deseo de tenerlo todo para nosotros. Es exactamente lo contrario de lo que desea el Padre.
El domingo es el día de la fiesta del Padre, el día bendito para volver. La santa liturgia viene a nuestro encuentro y abate todas nuestras tristezas, todos nuestros pecados, todas nuestras barreras. Dejémonos llevar por esta fiesta y disfrutemos de ella. El domingo ensancha el corazón, hace caer los muros, hace abrir las puertas de la mente, hace ver lejos hacia el mundo, hacia los pobres. El domingo es grande, del mismo modo que grande es la misericordia de Dios. El domingo es rico, no mezquino; está lleno de sentimientos, más hermoso que nuestros instintos banales e inmediatos. El domingo es el día santo en el que Dios hace de nosotros hombres y mujeres más felices. Un antiguo himno compuesto por el santo obispo Juan Crisóstomo rezaba: "Si alguien es amigo de Dios, que goce de esta fiesta hermosa y luminosa. El que ha trabajado y el que no lo ha hecho, el que vive en paz y el que vive sumido en el dolor, el que se ha perdido y el que ha permanecido en casa, el que está apesadumbrado y el que está aliviado, que todos vengan y serán acogidos. La santa liturgia es fiesta, es perdón, es abrazo de Dios para todos". Que lo sea también para nosotros hoy.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.