ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de Jesús crucificado
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de Jesús crucificado
Viernes 20 de septiembre


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Primera Timoteo 6,2c-12

Si alguno enseña otra cosa y no se atiene a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que es conforme a la piedad, está cegado por el orgullo y no sabe nada; sino que padece la enfermedad de las disputas y contiendas de palabras, de donde proceden las envidias, discordias, maledicencias, sospechas malignas, discusiones sin fin propias de gentes que tienen la inteligencia corrompida, que están privados de la verdad y que piensan que la piedad es un negocio. Y ciertamente es un gran negocio la piedad, con tal de que se contente con lo que tiene. Porque nosotros no hemos traído nada al mundo y nada podemos llevarnos de él. Mientras tengamos comida y vestido, estemos contentos con eso. Los que quieren enriquecerse caen en la tentación, en el lazo y en muchas codicias insensatas y perniciosas que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición. Porque la raíz de todos los males es el afán de dinero, y algunos, por dejarse llevar de él, se extraviaron en la fe y se atormentaron con muchos dolores. Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de estas cosas; corre al alcance de la justicia, de la piedad, de la fe, de la caridad, de la paciencia en el sufrimiento, de la dulzura. Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna a la que has sido llamado y de la que hiciste aquella solemne profesión delante de muchos testigos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Por tercera vez el apóstol previene a Timoteo de aquellos que falsean las enseñanzas evangélicas (cf. 1,3-20; 4,1-11). Estos se separan de la comunidad porque no siguen las "sanas palabras" del Señor, las únicas que son fuente de salvación porque libran del pecado y de la muerte. Aquellos que permiten que prevalezca su orgullo quedan subyugados por él. Ese es el significado de la ceguedad de la que habla el apóstol y que lleva a "no saber nada" y a "padecer la enfermedad de las disputas y contiendas de palabras". Este comportamiento arrogante y vanidoso no es inocuo; termina siendo perjudicial para uno mismo y para la comunidad. El orgullo destruye el amor fraterno, que debe ser el distintivo más elevado de la comunidad. Los frutos amargos del orgullo son "las envidias, discordias, maledicencias, sospechas malignas, discusiones sin fin". El apóstol advierte con especial intensidad que los herejes abusan de la piedad para obtener beneficios personales. Para el discípulo es cierto lo contrario: "la piedad es provechosa para todo, pues tiene la promesa de la vida, de la presente y de la futura" (4,8). La vida guiada por la "piedad" evangélica es un rico beneficio para el tiempo presente y para la eternidad. Pero debe ir unida siempre a la humildad, a la moderación, debe mantenerse libre del afán de dinero y contentarse con lo que Dios le ha dado. Pablo, para subrayar la correcta posesión de los bienes terrenales, recuerda un pensamiento ya existente en las Escrituras: "No hemos traído nada al mundo y nada podemos llevarnos de él". Es una frase que contiene una sabiduría antigua que no persigue el desprecio de los bienes terrenales, pero tampoco su exaltación hasta convertirse en esclavo de ellos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.