ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

Es el último domingo de adviento. El adviento nos ha recordado que estamos en vela: alguien está viniendo y esperamos el día de la manifestación plena de Dios. Él vuelve en medio de los hombres. Los discípulos del Señor no están perdidos en la incertidumbre; no vagan sin orientación; no viven al día, como sucede cuando se sigue la regla de la propia satisfacción e interés. ¡Nuestra vida no acaba con nosotros! En el adviento todos encontramos el sentido de la espera, de la alegría, porque nuestra vida tiene alguien que viene a visitarla. El adviento nos libera del pesimismo que sólo nos hace mirar atrás; del realismo grosero de los hombres sin esperanza. Alguien viene. Alguien por quien vale la pena cambiar, prepararse; alguien que no deja solos, que manifiesta la compasión de Dios y su decisión de amor hacia los hombres y hacia su debilidad. Como hemos escuchado el Domingo pasado: ¡alégrate, no te dejes caer de brazos! ¡No te lamentes de lo que no tienes! ¡No te resignes porque la esperanza parezca imposible! El Señor viene, abre los cielos y desciende. Escoge la debilidad de una mujer, se presenta débil como un niño. Pero es él quien cambia el corazón de los hombres y del mundo, porque hace nuevo lo que es viejo y engendra para una vida nueva.
María ha venido aquí. Pero le queda por hacer todavía un pedazo de camino, quizá más arduo y difícil que atravesar los cielos. Es ese tramo de camino que debe realizar para alcanzar y tocar nuestro corazón. ¿Le dejaremos superar las montañas de indiferencia y egoísmo que se erigen dentro de nosotros? ¿Le permitiremos superar los abismos de odio y enemistad que hemos excavado en nuestro ánimo? ¿Le dejaremos abrirse un paso entre las hierbas venenosas y amargas que vuelven insensibles los corazones, malvados nuestros pensamientos y violentos los comportamientos? Esta Basílica, signo de María, tiene en su seno al Niño, tiene el Evangelio. Pero, ¿conseguimos escuchar su saludo? ¿Conseguimos escuchar el Evangelio que se nos anuncia? Dichosos nosotros si, visitados por María, escuchamos su saludo. Nos sucederá lo que le sucedió a Isabel. Escribe el evangelista: "En cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, Isabel quedó llena de Espíritu Santo y exclamó a gritos: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno»". Repetimos estas palabras cada vez que recitamos el Ave María, pero su verdadero sentido se lo damos hoy, es decir, si el saludo de María nos toca el corazón, si nos dejamos conmover por ella y por su ternura en la espera de Jesús.
Ella es verdaderamente "bendita" entre todos nosotros. Bendita porque "ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor". Esta primera bienaventuranza que leemos en el Evangelio es la razón de nuestra fe, el motivo de nuestra alegría, aunque a veces pueda costarnos sacrificio. De esta forma María se ha preparado para la Navidad: acogiendo sobre todo la palabra del ángel. Podríamos decir: escuchando el Evangelio. De esta escucha comienza para ella una vida nueva. Ha decidido seguir en todo lo que el ángel le ha dicho, incluso a costa de ser mal entendida, es más, criticada, hasta rechazada por José. Y, sabiendo por el ángel que su prima Isabel estaba en cinta, ha dejado Nazaret para ir a ayudarla, afrontando un largo viaje. No se ha quedado en casa preparando la Navidad, ha ido donde una anciana mujer necesitada de ayuda. Así es como se hace espacio al Señor: una joven que visita a una anciana. El corazón se dilata si dejamos de pensar siempre en nosotros mismos; los pensamientos se vuelven más tiernos si nos acercamos a quien necesita ayuda; los comportamientos se vuelven más dulces si estamos cerca de los pobres, de los débiles, de los enfermos, y aprendemos a amarles. La caridad es una gran escuela de vida. Así se ha preparado María para la Navidad: con el Evangelio escuchado, custodiado y puesto en práctica. Hoy viene en medio de nosotros para decirnos, es más, para implicarnos en la espera de su Hijo.
En Navidad esta casa no cerrará sus puertas. Deja el sitio a quien no lo tiene. Será una casa para los muchos que, como el Señor Jesús, no tienen un lugar y deben vagar al aire libre, lejos de casa, en la amargura de la falta de acogida y de la soledad. Esta casa podrá alegrarse como María, cantando con sus palabras: "Alaba mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava, ...[porque Dios] exaltó a los humildes y a los hambrientos colmó de bienes". Será una Navidad de conmoción y de amistad, una anticipación en pequeño del acontecimiento que todos esperamos, cuando vendrán de oriente y occidente y se sentarán a la mesa del Reino de Dios. Seremos dichosos también nosotros si creemos en el cumplimiento de las palabras del Señor. Y nos alegraremos también nosotros encontrando y acogiendo a la madre que sigue generando entre los hombres al Señor de la vida.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.