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Navidad del Señor
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Libretto DEL GIORNO
Navidad del Señor

Homilía

Resuena una vez más, en la noche de este mundo, el Evangelio del nacimiento de Jesús. Después de mencionar el gran mundo del imperio romano, el evangelista Lucas nos conduce a una pequeña ciudad de la extrema periferia del imperio romano: de allí nacía la luz para el mundo. Y se anuncia sobre todo a un grupo de pastores que estaban velando sus rebaños. Un ángel del Señor se presentó ante ellos y dice: "No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre". Todo el Evangelio de Navidad está aquí: aquel Niño acostado en un pesebre. Aquel niño es nuestro salvador, es Dios que ha venido a habitar en medio de nosotros. Es verdad, es débil y llora como lloran todos los niños. Sin embargo, ese niño que está ante nosotros es el creador del cielo y de la tierra; es quien libra al mundo del mal; es quien da a los hombres la felicidad y la paz. Sí, ese niño es "una gran alegría, que lo será para todo el pueblo", como repite el ángel. La Navidad es el nacimiento de aquel niño que es para amarnos a nosotros y a todos. Jesús nace para amar a todos y especialmente a los más débiles y pobres. Esta es la razón de nuestra alegría. Y todos deben unirse: los cercanos y los lejanos, los buenos y los malos, los sanos y los enfermos, los pequeños y los grandes, los justos y los pecadores. Todos debemos estar contentos porque Jesús ha venido para amarnos y para no abandonarnos jamás.
En todo caso, el problema es el riesgo de no tener en cuenta al niño que ha nacido. No es algo por descontado acogerlo en el corazón, hacerle espacio en nuestra vida. Lo que sucedió en Belén debe hacernos reflexionar con seriedad. Todos estaban dominados por sí mismos y por sus preocupaciones, y nadie estuvo dispuesto a acoger a José y María. Jesús fue obligado a nacer en un establo. ¡Cuánta tristeza en aquella frase de Lucas: "No tenían sitio en el albergue"! Y cuántas veces, por desgracia, todavía hoy se debe repetir para millones de personas: ¡no hay sitio para ellos!’. Sin embargo, a pesar de nuestra negativa, Jesús no vuelve al cielo, a su cielo. Permanece junto a nosotros y acepta nacer en un establo. Es como si no pudiera prescindir de nosotros aunque, en verdad, somos nosotros los que no podemos prescindir de él. ¿Cómo no conmovernos ante un amor tan grande, ante un amor que no conoce reciprocidad alguna? Esta es la alegría de la Navidad: el Señor que, sin pretender nada de nosotros, se ha inclinado para salvarnos de la tristeza del pecado y de la muerte.
El ejemplo de Francisco de Asís nos ayuda a comprender la grandeza de este misterio de amor gratuito que acepta incluso nacer en un pesebre con tal de estar junto a nosotros. Acercándose la Navidad dijo Francisco a su amigo Giovanni Vellita: "quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño Jesús al nacer". No quería hacer una representación sacra como generalmente se piensa. Quería "ver", casi tocar con la mano el amor de Dios que, con tal de estar junto a nosotros, aceptó nacer en el frío de este mundo. Era el frío del egoísmo y del hambre, el frío de las injusticias y las guerras. Jesús ha venido para devolver a los hombres el calor del amor. Y Francisco añadía que este misterio de amor se realiza cada vez que se celebra la Santa Eucaristía. Cada Liturgia es Navidad. Francisco se lo repetía con frecuencia a sus hermanos: "Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote. Y como se mostró a los santos Apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado" (Adm 1). Y aquella noche, el belén de Greccio no fue una representación sacra sino la celebración de la Eucaristía en un pesebre, en el frío y en la pobreza de un establo. En el momento del Evangelio, Francisco, que era diácono, lo cantó. Aquella noche Francisco fue el ángel que anunció a los que estaban ante él la gran alegría de Dios que venía a habitar en medio de los hombres.
Dios no está desaparecido, no es inexistente, no está recluido en el pasado, no está abandonado en monumentos sin vida o humillado en la blasfemia del mal que sigue flagelando la vida de los hombres. La Navidad nos dice que Dios mismo ha venido para liberarnos de un mundo de dolores, de incertidumbres, de tristeza y oscuridad. El apóstol Pablo nos lo repite como se lo escribía a Tito: "se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres". Es la buena noticia de la Navidad que debemos acoger en el corazón y comunicar a todos. La profecía de Isaías encuentra su cumplimiento: "El pueblo que andaba a oscuras vio una luz grande. Los que vivían en tierra de sombras, una luz brilló sobre ellos. Acrecentaste el regocijo, hiciste grande la alegría... Porque el yugo que les pesaba ... has roto".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.