ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

II después de Navidad
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

Han pasado ocho días desde la Navidad y la liturgia nos vuelve a proponer el inicio del Evangelio de Juan como para hacernos continuar la celebración del misterio de la Navidad. Obviamente no se trata de hacer una simple memoria de un acontecimiento importante pero pasado. Un místico del siglo XVII decía: "Aunque Cristo naciera mil veces en Belén, si no lo hace en tu corazón, estás perdido eternamente". La Navidad es un misterio que pide ser vivido por los creyentes. En efecto, el nacimiento de Jesús nos sigue interrogando, es más, debe seguir interrogándonos. Es suficiente con mirarnos a nosotros mismos y al mundo que nos circunda para darnos cuenta de la exigencia de renacimiento que hay difusa; todos sentimos esa necesidad. No es posible que todo siga sin cambios, sin una profunda renovación interior. Y sin embargo, como si fuéramos presa de una gélida resignación, seguimos considerando que es imposible cambiar las cosas y todavía más difícil transformar el corazón de los hombres. El Evangelio de Navidad vuelve a decirnos que se puede renacer.
La liturgia nos hace abrir al comienzo de este nuevo año solar la primera página del Evangelio de Juan: "En el principio existía la Palabra". "En el principio" quiere decir "en la base", en el origen, en la fuente de la vida. La Iglesia nos invita a situar al comienzo de este año la palabra evangélica. Esto significa renacer: volver a partir desde el Evangelio. Si no está el Evangelio como base de nuestras jornadas, será vano nuestro compromiso porque estaremos privados de la luz que ha venido al mundo. Y debemos crecer con el Evangelio, leyéndolo día tras día, deshojándolo página tras página para escucharlo y ponerlo en práctica. Así nos hacemos contemporáneos del Evangelio. Los domingos nos ayudarán en este camino junto al Señor. Le seguiremos en la Epifanía, en su Bautismo, en el crecimiento Nazaret, en su misión por las ciudades y aldeas de su tierra, en su pasión, muerte y resurrección. De Navidad en adelante el Verbo, la palabra evangélica, debe convertirse en carne de nuestra vida, en palabra que se realiza en nuestros días. En efecto, por medio de ella Dios realiza su obra, su historia de salvación en nosotros y en el mundo. La salvación no es una idea inefable: es Dios que se muestra con la comprensibilidad de la palabra y que nos pide a nosotros hacerla visible con nuestra vida, con nuestras obras y nuestros comportamientos. La Palabra de Dios no es abstracta: debe manifestarse en la concreción de nuestra vida. Podríamos decir que la Palabra evangélica pide ser vista: debe hacerse carne, vida concreta, visible, experimentable. No es casualidad que los pastores exclamaran: "Vamos a Belén a ver lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado" (Lc 2, 15).
Aquella Palabra que estaba desde el principio, aquella noche se convirtió en la carne de un niño. El vocablo "carne", además de indicar visibilidad y concreción, evoca la situación de fragilidad del hombre, manifiesta su debilidad. Esta es la ley de la encarnación que se convierte también en el camino para el renacimiento de cada uno de nosotros. ¿Cómo nos hacemos hijos de Dios? El evangelista escribe: "Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre sino que nacieron de Dios". Nos hacemos hijos de Dios acogiendo el Evangelio. Y se crece manifestando, en la pobreza y la modestia de la propia existencia, que las páginas evangélicas se convierten en la carne de nuestro vivir.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.