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Festividad de la presentación de Jesús en el Templo
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Festividad de la presentación de Jesús en el Templo

Fiesta de la presentación de Jesús en el Templo. Recuerdo de los dos ancianos, Simeón y Ana, que esperaban con fe al Señor. Oración por los ancianos. Recuerdo del centurión Cornelio, primer pagano convertido y bautizado por Pedro.
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Libretto DEL GIORNO
Festividad de la presentación de Jesús en el Templo

Homilía

Al comienzo de la narración evangélica Lucas se refiere a la ley de Moisés que obligaba a la madre, cuarenta días después del nacimiento del primogénito, a presentarlo en el templo donde debía ofrecer en sacrificio al Señor, para su purificación, un cordero o bien una pareja de palomas. La consagración del primogénito (como de toda primicia) recordaba al pueblo de Israel la primacía de Dios sobre la vida y sobre la creación entera. María y José hicieron cuanto estaba prescrito por la Ley. Al ser pobres no llevaron un cordero para el sacrificio sino sólo una pareja de palomas: en realidad estaban donando al Señor, el "verdadero Cordero" para la salvación del mundo.
La fiesta de la Presentación es una -de entre las pocas- celebradas en común por las Iglesias de Oriente y de Occidente. Se tiene ya memoria de ella en los primeros siglos en Jerusalén (se llamaba del "Solemne encuentro"), y una procesión por las calles de la ciudad recordaba el viaje de la Sagrada Familia desde Belén a Jerusalén con Jesús recién nacido. Aún hoy la Santa Liturgia prevé la procesión, a la que también se añadió desde el siglo X la bendición de las velas, que dio el nombre popular de "Candelaria" a esta fiesta. La luz que se nos entrega en las manos nos une a Simeón y a Ana que acogen al Niño, "luz, para iluminar a las naciones", como canta Simeón retomando las palabras del profeta Isaías en los capítulos 42 y 49 sobre el Siervo del Señor.
San Bernardo, en la sugerente homilía de esta fiesta, exclama: "Hoy la Virgen madre introduce al Señor del templo en el templo del Señor, y José presenta al Señor no a su hijo, sino al Hijo predilecto del Señor en el cual se complace. El justo reconoce a quien esperaba; la viuda Ana lo exalta en sus alabanzas. Estos cuatro personajes celebraron por vez primera la procesión de hoy... No nos asombremos de que aquella procesión fuera pequeña, porque quien se recibía se había hecho pequeño". Jesús es pequeño, tiene apenas cuarenta días, y acude a Jerusalén de inmediato. Es el primer viaje, pero ya prefigura el último. Volverá a la ciudad santa al final de su vida, pero ya no será ofrecido en el Templo ni descansará en los brazos de Simeón; por el contrario, será conducido fuera de la muralla de la ciudad y clavarán sus manos en la cruz. Hoy los brazos de Simeón lo toman y lo estrechan con cariño, pero en las palabras de este viejo sabio se perfila ya el futuro del Niño: "Está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y como signo de contradicción... a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones", y mirando a la madre -como prediciendo la escena de la cruz- añade: "¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma".
En aquel niño se realizaba la profecía de Malaquías: "El Ángel de la alianza que tanto deseáis, ya llega, dice Yahvé Sebaot. ¿Quién podrá soportar el Día de su venida? ¿Quién se tendrá en pie cuando aparezca? Porque será como fuego de fundidor y lejía de lavandero. Se sentará para fundir y purgar. Purificará a los hijos de Leví y los acrisolará como el oro y la plata" (Mal 3, 1-3). Simeón, hombre justo y temeroso de Dios que "deseaba" el consuelo de Israel, sintió el calor de aquel fuego que iba a recibir: "Movido por el Espíritu, vino al Templo...le tomó en brazos y bendijo a Dios". Igual que antes habían hecho María y José, también Simeón "tomó consigo al Niño" y se llenó de tal consolación sin límites que de su corazón salió una de las oraciones más hermosas: "Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que ha preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a las gentes".
Simeón era anciano, como también la profetisa Ana (el Evangelio precisa su edad, ochenta y cuatro años). En estos dos ancianos podemos ver todo Israel y la humanidad entera que espera la "redención", pero también a todos los ancianos. Simeón y Ana son el ejemplo de una hermosa vejez. Es cada vez más fácil en nuestra sociedad divisar ancianos que piensan con tristeza y resignación en su futuro, y cuya única consolación, cuando ésta es posible, es la añoranza de la juventud pasada. El Evangelio de hoy parece decir con voz alta -y es justo gritarlo en esta sociedad nuestra que se ha vuelto especialmente cruel hacia los ancianos- que el tiempo de la vejez no es un naufragio, ni una desgracia, ni una desdicha, ni un tiempo más para sufrir tristemente que para vivir con esperanza. Simeón y Ana parecen salir de este nutrido coro de gente triste y angustiada y decir a todos: "¡Es bello ser ancianos! Sí, la vejez se puede vivir con plenitud y con alegría". Este canto suyo es inconcebible e incomprensible en una sociedad donde lo único que cuenta es la fuerza y la riqueza, aunque precisamente de aquí nazcan la violencia y la crueldad de la vida.
Hoy Simeón y Ana vienen a nuestro encuentro. Son ellos los que anuncian el Evangelio, la buena noticia, a toda nuestra sociedad: un niño, no un fuerte ni un rico, es más, un débil y pobre, puede consolar, alegrar y hasta volver activa la vejez. Así fue para ellos. No detuvieron los ojos ante su debilidad, ante la disminución de sus fuerzas, sino que los alzaron hacia aquel Niño y reconocieron en él una nueva compañía, encontraron una nueva energía, un sentido más para su propia vejez. Simeón, después de haber tomado entre sus brazos al Niño, pudo cantar el "Nunc dimittis", no con la tristeza de quien había desperdiciado la vida y no sabía qué le sucedería; y Ana, la anciana, de aquel encuentro recibió una nueva energía y una nueva fuerza para "alabar a Dios y hablar del niño" a todo el que encontraba. Junto al grupo de los pastores y los Magos, ambos figuran entre los primeros misioneros del Evangelio. Esta página evangélica del "Solemne encuentro" entre un Niño y dos ancianos revela lo plena y hermosa que es la vida: el Niño, el pequeño libro de los Evangelios, depositado en la mano y en el corazón de los ancianos, sigue produciendo hoy milagros increíbles. La fragilidad de la vida no es una condena cuando se encuentra con el amor y la fuerza de Dios.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.