ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

Continúa nuestro camino cuaresmal que conducirá hasta Jerusalén para la Pascua. Estamos en la tercera etapa, tras la tentación en el desierto y la visión del Tabor. La liturgia de este domingo se abre con la narración de la experiencia religiosa de Moisés en otro monte, el Horeb. Moisés -narra el libro del Éxodo- estaba apacentando el rebaño del suegro y llegó hasta el Horeb. Había huido de Egipto porque su vida estaba en peligro (había matado a un egipcio) y se había establecido con la tribu de Jetró, sacerdote de Madián. Allí llevaba una vida normal, como la de muchos, quizá la única diferencia era la de mantenerse alejado de los egipcios.
Un día, al llegar a la ladera del monte Horeb, "el ángel del Señor se la apareció en forma de llama de fuego, en medio de una zarza" (Ex 3, 2). Era un fuego que quemaba pero no consumía. Así sucede con la Palabra de Dios: quema nuestra vida, pero no la destruye; nos inquieta pero no nos aniquila. Este fuego tan especial se hace palabra viva, emocionante: llama a Moisés por su nombre. En aquel inmenso desierto, mientras estaba solo con sus rebaños, ese hebreo de Egipto no estaba ni solo ni abandonado: "¡Moisés, Moisés!" -escuchó. Tras su respuesta la voz continuó: "No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada" (v. 5). Moisés no sólo se quitó el calzado, también se cubrió el rostro "porque temía ver a Dios" (v. 6). No se puede estar impunemente en presencia de Dios. Aún hoy, en Oriente, cuando se entra en los lugares santos (pienso en las mezquitas o en la zona alrededor del altar en las iglesias cristianas coptas de Egipto) hay que quitarse los zapatos.
Es el sentido de nuestra pequeñez y de nuestra pobreza. Postrémonos ante aquél que es mucho más grande que nosotros, infinitamente más grande en fuerza y sobre todo en amor. Las palabras que Dios dirige a Moisés queman por un amor indignado por la opresión de Israel: "Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle de la mano de los egipcios". El Dios que Moisés encuentra ante sí no está lejos ni es impasible, es una zarza de amor, un fuego que arde por liberar a su pueblo. Ante esta llama tenemos que cubrirnos el rostro, que a menudo es frío y distante. La proximidad de este fuego nos transforma y nos convierte en testigos del amor. Moisés tenía miedo de volver a Egipto, y sobre todo de presentarse ante su pueblo. ¿Con qué autoridad pediría ser escuchado? Por esto pregunta al Señor: "¿Quién soy yo para hablar a Israel?". (v. 11). Es una pregunta sabia, impregnada de la conciencia de su fragilidad e inadecuación. La voz del ángel dice que la fuerza del discípulo no está en sus capacidades sino en la proximidad del Señor: "Yo estaré contigo" (v. 12). Moisés no tendrá que ir a liberar a sus hermanos con palabras dictadas por su corazón vacilante, sino con las de Dios: "`Yo soy’ me ha enviado a vosotros" (v. 14). La definición que Dios da de sí mismo "yo soy el que soy", no es reduccionista, sino histórica: el Nombre de Dios (es decir, Dios mismo) acompañará siempre a Moisés y a su pueblo.
Sobre aquel monte, el Horeb, se manifiesta la elección de Dios por Israel y por los hombres: "Yo estaré contigo", dice el Señor a cada hombre, a cada mujer. "Yo seré para ti como el fuego que calienta e ilumina, como la nube que guiaba a Israel por el desierto; yo seré tu libertad y tu futuro, como di a Israel la tierra prometida. No sólo eso: yo plantaré mi tienda entre vosotros, me estableceré para siempre con vosotros; seré el Emmanuel, el Dios con nosotros". La definición que Dios dio de sí mismo en el Horeb llega en Jesús a su culminación: Jesús es la zarza ardiente definitiva ("He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!", Lc 12, 49). Y es él quien dijo a sus discípulos: "Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20).
El relato del Evangelio de este tercer Domingo de Cuaresma nos presenta a Jesús como un viñador que intercede ante el amo para salvar una higuera. Durante años el árbol no ha dado fruto y el amo, indignado, quiere cortarlo. El viñador insiste para que espere un poco más. La súplica llega al amo y lo convence. Con esta parábola Jesús no hace otra cosa que describir nuestra vida, que a menudo no da fruto pero que es salvada por la misericordia de Jesús, que se ha convertido en compañero, amigo y defensor de cada uno de nosotros. Pero nos pide que nos dejemos tocar el corazón. La Cuaresma es uno de esos tiempos especiales, oportunos, que se nos donan para nuestra conversión. Dios no pretende enviarnos desgracias para que nos arrepintamos (es una concepción equivocada de Dios que por desgracia está muy difundida). Los ejemplos que da Jesús son clarísimos en este sentido; y el salmo repite a menudo: "Clemente y compasivo es el Señor, tardo a la cólera y lleno de amor" (Sal 103, 8). Aun así, el recordatorio de la urgencia de la conversión es serio; no tanto por la venganza de Dios, sino para evitar que nos hagamos daño: "El que crea estar en pie, mire no caiga" (l Co 10, 12).

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.