ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

Este domingo se denomina "laetare" (domingo de la alegría), retomando la primera palabra de la Liturgia. La Iglesia invita a interrumpir la severidad del tiempo cuaresmal. El color morado, signo de un tiempo de penitencia, da paso al rosa, por el don de la alegría que hoy recibe nuestro corazón, como para hacernos gustar de antemano la alegría de la Pascua. La serenidad que encontramos en esta liturgia no nace de nosotros, es un don de lo alto, no dimana de nuestra honradez, de nuestras cualidades, sino que tiene su sentido en el hecho de que hay alguien que nos acoge como somos, sin examen previo.
El evangelio comienza diciendo que "todos los publicanos y los pecadores se acercaban a él para oírle". Los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: "Este acoge a los pecadores y come con ellos" (15, 1-2). El evangelista parece subrayar con satisfacción este extraño público que se agolpa alrededor de Jesús. Pero para los fariseos es un signo de escándalo, porque compartir mesa con los pecadores significa participar en sus impurezas. Su acusación contra Jesús, por tanto, no es irrelevante. Esta escena, que es un escándalo para los bienpensantes, es el Evangelio para nosotros, la "buena noticia". Es realmente una noticia alegre que Jesús se mezcle con los pecadores. Además, ¿no es la liturgia dominical la invitación que nos hace Jesús a nosotros, pecadores? ¿No habla con nosotros? ¿No nos da su pan para comer y su cáliz para beber? Sí, la liturgia del domingo hace realidad cada vez estos tres versículos del Evangelio de Lucas. Demos gracias al Señor por este don grande y no merecido. Sólo el que se siente "justificado" no entiende esta página evangélica, ni consigue ni siquiera degustar la alegría que transmite. Sólo el que no necesita ser acogido, perdonado y abrazado razona del mismo modo que los fariseos y los escribas. Y a primera vista su grave acusación es más que razonable.
¿Cómo se defiende Jesús? No hablando de sí mismo, sino del Padre: narra la conocida parábola denominada del "hijo pródigo" (sería mejor llamarla del "padre misericordioso"). Quizás sea una de las páginas evangélicas más sobrecogedoras. Empieza con la petición del hijo más joven de tener su parte de la herencia. Una vez obtenida, se va de casa. Su vida, inicialmente brillante y llena de satisfacciones, se ve más tarde afectada por la violencia de la carestía y por el abandono de los amigos. Se queda solo y se ve obligado a cuidar cerdos; es la única manera que encuentra para sobrevivir. Incluso los cerdos están mejor que él: "Deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba" (v. 16), destaca tristemente el evangelista.
La vida de este hijo está destrozada, al igual que sus sentimientos. Con gran amargura recuerda los días en los que estaba en casa de su padre. Y precisamente este recuerdo amargo le hace volver en sí: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros". Se levanta y se dirige hacia casa. El padre está esperando. El evangelista parece sugerir que lo está viendo. Podemos imaginarlo en el balcón de casa, mirando a la lejanía, hacia el horizonte, con la esperanza de ver volver al hijo: "estando él todavía lejos", el padre lo ve y "conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente". No sabe aún por qué vuelve el hijo, ni sabe qué dirá, pero no importa. Lo que importa es que ha vuelto. No le deja decir nada y le abraza. El corazón del hijo se ablanda y también su lengua se suelta. Pronuncia pocas palabras. El padre parece no escucharle, y después de haberle ataviado con vestidos nuevos, con el calzado y con el anillo en el dedo, ordena que preparen inmediatamente una gran fiesta. Todo en poquísimo tiempo.
Está volviendo de los campos el hijo mayor; todo en él es casa y trabajo, podríamos decir. Apenas conoce el motivo de la fiesta se enfurece y no quiere entrar. Una vez más es el padre el que sale, va a su encuentro y le pide que entienda la belleza de lo que ha ocurrido y que entre a participar en la fiesta también él. Aquel hijo no sólo no entra, sino que tiene palabras duras hacia el padre: "Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!". El padre responde con dulzura: "Tú siempre estás conmigo", y añade con firmeza: "Convenía celebrar una fiesta". Ha entendido que también aquel hijo está lejos a pesar de estar dentro de casa. Aunque es el hijo mayor no comprende su amor, ni la necesidad de cariño y perdón que tiene el hermano menor. El padre es firme con él: no acepta que se quede encerrado en la tristeza de su egoísmo; una firmeza que expresa un amor grande, como el que había mostrado hacia el hijo joven. En una sociedad avara en el acoger a los débiles, poco dispuesta a perdonar, esta parábola es verdaderamente una buena noticia, un Evangelio. Los hombres tienen necesidad de un padre como éste, de una casa como ésta donde no sólo se es acogido sino también abrazado con alegría.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.