ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

Con este quinto domingo la Cuaresma se dirige a su final y nos lleva hacia la gran y santa semana de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. En muchas ocasiones, durante este tiempo, hemos sido exhortados a la conversión, y a pesar de todo cada uno de nosotros se descubre igual a sí mismo. Quizás hemos escuchado poco la palabra de Dios, y no se ha enraizado en nuestro corazón y en la realidad de nuestra vida; en suma, nos hemos dejado transformar poco. No lo decimos por la manía de hacer balances o para reproponer un inútil pesimismo. Al contrario, creo que todos sabemos las dificultades con que tropieza el tiempo del Señor para insertarse en el transcurrir convulso de nuestro día a día, y de los obstáculos que encuentran los sentimientos y las invitaciones de Dios en la selva de nuestros sentimientos y de las muchas invitaciones que recibimos cada día. A menudo sofocamos este tiempo de Cuaresma con nuestros quehaceres, con nuestras preocupaciones y, por qué no, con las banalidades que se apoderan de nosotros y nos dominan. Así, cada uno continúa siendo como antes. Este domingo sale a nuestro encuentro, y en cierto modo nos toma y nos lleva de nuevo ante el Señor. Ante él no es posible sentirse como aquel fariseo que se alababa a sí mismo, porque es el Señor de la misericordia y no un recaudador exigente.
Es el alba de un nuevo día y Jesús está de nuevo -señala el evangelio de Juan- en el templo enseñando. Una muchedumbre lo rodea. De repente, de entre el grupo de gente que le escucha se abre paso un grupo de escribas y fariseos que empuja a una mujer sorprendida en adulterio. La arrastran al medio del círculo y la ponen ante Jesús, preguntándole si hay que aplicar o no la ley de Moisés. Esta ley, dicen, manda "apedrear a estas mujeres" (los escribas y fariseos se refieren a las disposiciones del Levítico 20, 10 y del Deuteronomio 22, 22-24, que contemplan la muerte para los adúlteros). En realidad no les impulsa el celo por la ley, y aún menos les preocupa el drama de aquella mujer. Quieren tender una trampa al joven profeta de Nazaret para desacreditarlo ante el cada vez mayor número de gente que le escucha.
Si condena a la mujer -piensan- irá en contra de la tan proclamada misericordia; si la perdona, se pondrá en contra de la ley. En ambos casos saldrá derrotado. Jesús se inclina, se pone a "escribir con el dedo en la tierra". Es una actitud extraña: Jesús se queda en silencio, como hará durante la pasión ante personajes como Pilatos y Herodes. El Señor de la Palabra, el hombre que había hecho de la predicación su vida y su servicio hasta la muerte, ahora calla. Se inclina y se pone a escribir en el polvo. No sabemos qué escribió y qué pensó Jesús en aquel momento; podemos imaginar los sentimientos indignados de los fariseos y quizás intuir qué había en el corazón de aquella mujer, cuya esperanza de supervivencia estaba ligada a aquel hombre del que, por otra parte, no salía ni una palabra ni un gesto. Tras la insistencia de los fariseos, Jesús levanta la cabeza y pronuncia una frase que arroja algo de luz sobre sus pensamientos: "Aquél de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra". Y se inclina de nuevo para escribir en la tierra. La repuesta desarma a todos. Aquellas palabras alcanzaron a todos en la diana: "Se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos", escribe con argucia el evangelista. Tan sólo quedan Jesús y la mujer. Se encuentran una delante del otro, la miseria y la misericordia.
En aquel momento Jesús vuelve a hablar; lo hace como de costumbre con su tono, su pasión, su ternura y su firmeza. Levanta la cabeza y pregunta a la mujer: "Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?". Y ella responde: "Nadie, Señor". La palabra de Jesús se hace profunda, no indiferente sino llena de misericordia. Es una palabra buena, de aquellas que sólo el Señor sabe pronunciar. "Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más". Jesús era el único que habría podido levantar la mano y lanzarle piedras para lapidarla, el único justo. Sin embargo la tomó de la mano y la alzó del suelo. En verdad, la levantó de su condición de miseria y la puso en pie: no había venido a condenar y mucho menos para entregar a la muerte por lapidación, ha venido para hablar y devolver a la vida a los pobres y los pecadores. Dirigiéndose a la mujer le añade: "Vete", es decir, vuelve al camino que te he indicado, el camino de la misericordia y el perdón. Es el camino que el Señor Jesús, domingo tras domingo, indica a todo el que se acerca a él.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.