ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 3,16-21

Porque tanto amó Dios al mundo
que dio a su Hijo único,
para que todo el que crea en él no perezca,
sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo
para juzgar al mundo,
sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado;
pero el que no cree, ya está juzgado,
porque no ha creído
en el Nombre del Hijo único de Dios. Y el juicio está
en que vino la luz al mundo,
y los hombres amaron más las tinieblas que la luz,
porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal
aborrece la luz y no va a la luz,
para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad,
va a la luz,
para que quede de manifiesto
que sus obras están hechas según Dios.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. En esta frase el evangelista Juan nos ofrece una síntesis de su Evangelio. Nunca Dios había estado tan cerca de los hombres como cuando se hizo igual a ellos. ¿Qué mayor prueba podría haber de su amistad por nosotros, y de la gran preocupación por nuestro destino, mucho mayor que la que nosotros mismos demostramos por nosotros y nuestros semejantes? Hay una forma de falso amor por uno mismo que en realidad es sólo autoconservación y egoísmo, es decir, lo exactamente opuesto al modo de ser del Hijo, que ha considerado la propia vida un valor sólo si se gasta por los demás y no se guarda para sí. Ésta es la vida eterna de la que Jesús habla a Nicodemo, éste es el amor desmesurado y gratuito, que desde su crucifixión y resurrección se dona a los hombres, y que proyecta una luz completamente nueva sobre la tierra. A la luz de la pasión de Jesús por los hombres -una pasión vivida hasta el final- se revelan los rincones oscuros, las durezas de corazón, se pone de manifiesto el juicio limitado que a menudo vuelve mísera nuestra existencia, haciéndonos incapaces de dar los frutos buenos del amor y la misericordia. El Hijo, de hecho, no viene a condenar el mundo, no obtiene satisfacción de su humillación. Al contrario, cuando el mundo se deja iluminar por la luz del Evangelio incluso las miserias de la vida son acogidas por el Señor y transfiguradas. Siendo más conscientes de nuestra necesidad de salvación, y no dejándonos cegar ya más por la oscuridad del egoísmo, busquemos en Jesús el camino de la verdadera vida, sigámosle en el camino que desde el Gólgota le ha llevado al esplendor de la resurrección. Esto es lo que significa obrar la verdad: vivir concretamente ese amor sin límites que Dios ha sembrado en el corazón de todo hombre. El Señor Jesús ha venido para acogernos en su mismo dinamismo de amor que nos permite llamarnos desde este momento, a pesar de nuestras debilidades y nuestras miserias, hijos de la resurrección.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.