ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 3,31-36

El que viene de arriba
está por encima de todos:
el que es de la tierra,
es de la tierra y habla de la tierra.
El que viene del cielo, da testimonio de lo que ha visto y oído,
y su testimonio nadie lo acepta. El que acepta su testimonio
certifica que Dios es veraz. Porque aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios,
porque da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo
y ha puesto todo en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna;
el que rehúsa creer en el Hijo, no verá la vida,
sino que la cólera de Dios permanece sobre él.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El pasaje evangélico que hemos escuchado continúa el discurso de Jesús a Nicodemo, y una vez más nos vuelve a proponer la centralidad de la fe en él. Nicodemo es invitado a levantar la mirada de las cosas terrenas, de sus costumbres de siempre, de sus convicciones -incluso religiosas-, para dirigirla hacia lo alto. Es una invitación que el Evangelio nos hace también a nosotros, que con tanta frecuencia nos abandonamos a una vida banal y perezosa, resignándonos a un presente triste y sin un futuro de esperanza para nosotros mismos ni para los demás. En las palabras dirigidas a Nicodemo hay una clara invitación a dirigir la mirada hacia Jesús: él "viene de arriba", "del cielo", y "está por encima de todos". Jesús es la verdadera esperanza para nosotros y para el mundo: ha bajado del cielo para estar junto a nosotros y comunicarnos su vida con el Padre. Él -dice Jesús hablando en tercera persona- "da testimonio de lo que ha visto y oído", revela el misterio mismo de Dios que de otra manera continuaría siendo impenetrable para cualquier hombre. La revelación del misterio de Dios es la misión misma del Hijo. Él no ha venido para afirmarse a sí mismo o para presentar proyectos personales a realizar, como cada uno de nosotros está resuelto a hacer, sino para comunicar a los hombres "las palabras de Dios", para "dar el Espíritu sin medida". De aquí se deriva el honor y la devoción que debemos tener siempre por las Santas Escrituras, y en especial por los evangelios, que contienen precisamente "las palabras de Jesús" y que constituyen la clave para leer toda la Sagrada Escritura. Cada día estamos llamados a escuchar estas palabras y a meditarlas hasta hacerlas nuestras. La Biblia -cuya culminación son los Evangelios- no son para nosotros un libro cualquiera: las palabras que contiene están "inspiradas", es decir, están llenas de Espíritu Santo. Por ello la lectura de las santas Escrituras puede tener lugar sólo bajo el impulso del Espíritu, que es su verdadero autor. Y a nosotros se nos ha dado el Espíritu "sin medida" precisamente para que nos dejemos iluminar los ojos de la mente y del corazón por esta luz. Las palabras de la Santa Escritura deben ser escuchadas no con vana curiosidad sino con religiosa atención, para que puedan llegar hasta el corazón y ayudarnos así a cambiar nuestra vida y la del mundo. La exhortación "creer en el Hijo" no quiere decir otra cosa que tener el Evangelio en nuestro corazón como la Palabra de la salvación. Por eso quien las escucha y las conserva en el corazón "tiene vida eterna".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.