ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

IV de Pascua
Recuerdo de san Marcos: compartió con Bernabé y Pablo, y luego con Pedro, el empeño por testimoniar y predicar el Evangelio. Es el autor del primer Evangelio escrito.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

Aquel sábado, en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, antigua ciudad situada en el corazón de Asia Menor (la actual Turquía), tuvo lugar un hecho que no pertenece sólo a los orígenes de la historia de la comunidad cristiana: la salida de la Iglesia del judaísmo. En aquella sinagoga había mujeres de alto rango y hombres acostumbrados a encontrarse juntos. Era un grupo bien formado y amalgamado, creyentes todos en el único Dios; cosa, obviamente, bonita y particular en una tierra de incrédulos y de paganos. En aquella reunión de gente religiosa y creyente entraron Pablo y Bernabé, y con ellos "casi toda la ciudad", deseosa de escuchar el anuncio evangélico. "Al ver la multitud", escribe el autor de los Hechos (13, 14.43-52), los judíos sintieron celos y empezaron a contradecir las palabras de Pablo, blasfemando.
Este episodio, aparentemente lejano, se repite a lo largo de las generaciones aunque de modos diferentes. De hecho, los creyentes de la sinagoga de Antioquía son los creyentes de cada hora, de cada generación, para los que la palabra evangélica es algo que ya poseen, que ya conocen, hasta el punto que no sólo piensan no necesitar escuchar más sino que, cuando lo hacen, no escuchan con el corazón y con la disposición de cambiar. Cuando la Palabra les arranca de la sabiduría de sus leyes o de la concentración en ellos mismos, o cuando el Evangelio rompe los límites del grupo, del clan, de la raza, de la nación, ellos reaccionan contradiciendo. Lo sucedido en Antioquía es una enseñanza para cada creyente, para cada comunidad eclesial y, ¿por qué no?, para la mentalidad individualista que subraya el propio individualismo y que se afirma cada día más. Creer conocer ya al Señor y poseerlo, bloqueando así la llamada continua a la conversión del corazón que cada día nos invita a superar nuestros límites, es contradecir el Evangelio y, en el fondo, blasfemar contra él. La vida en el seguimiento de Jesús y su Evangelio no consiste en la seguridad de una pertenencia, ni en la tranquila adquisición de una predilección antigua. Por el contrario, el seguimiento implica un esfuerzo en la escucha, y una urgencia en el cambio de nuestro corazón. En el Evangelio Jesús dice: "Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen" (Jn 10, 27-30). Ser fieles al Señor quiere decir escuchar su voz y seguirle cada día, allá donde nos conduzca. Es exactamente lo contrario de estar sentados perezosa y orgullosamente en la sinagoga de Antioquía. A quien le escucha y a quien le sigue (el único modo para seguirle es escucharle mientras habla y camina por las calles del mundo) le promete la vida eterna: ninguno de los suyos se perderá, dice Jesús, con la seguridad de quien sabe que tiene un poder más fuerte incluso que la muerte. Y añade: "Nadie les arrebatará de mi mano". Se trata de un pastor bueno, fuerte y celoso de sus ovejas. La vida de los que escuchan está en manos de Dios; manos que no olvidan y que siempre sostienen.
El Apocalipsis (7, 9.14-17) abre ante nuestros ojos la imagen de "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas" (v. 9). Es la imagen del fin de la historia, y también la de su finalidad: esa multitud es hacia donde nos conduce el Buen Pastor. Es precisamente esta imagen la que los creyentes y los hombres de buena voluntad están llamados a realizar desde hoy mismo, especialmente en este momento histórico en el que contemplamos un mundo en el que los individuos y las naciones (también los grupos étnicos) se inclinan más a la reivindicación de sus derechos que a la comunión. Sin embargo, lo que con frecuencia es silenciado es precisamente esta visión de la unidad del género humano, que es en definitiva la "misión histórica" de Jesús. El Apocalipsis muestra exactamente lo contrario de lo que les sucede a los judíos de Antioquía de Pisidia; la predicación rompió los confines estrechos de aquellas personas religiosas y se proyectó hacia el vasto mundo de los hombres. El Evangelio ensancha el corazón de cada creyente porque arranca radicalmente la raíz amarga del individualismo egoísta y violento. En el corazón de cada miembro de aquella "multitud" de la que habla el Apocalipsis (de la que forman parte también aquellos que, sin saberlo, están animados por el espíritu de Dios), se capta la dimensión universal que sustenta el corazón mismo del Buen Pastor. En este domingo la Iglesia invita a rezar por los sacerdotes y su tarea pastoral. Es una oración que nos implica sabiendo que todos, pero ellos en particular, deben vivir la dimensión de esa caridad universal característica del Evangelio cristiano.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.