ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 2,14-21

Entonces Pedro, presentándose con los Once, levantó su voz y les dijo: «Judíos y habitantes todos de Jerusalén: Que os quede esto bien claro y prestad atención a mis palabras: No están éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora tercia del día, sino que es lo que dijo el profeta: Sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi Espíritu sobre toda carne,
y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas;
vuestros jóvenes verán visiones
y vuestros ancianos soñarán sueños. Y yo sobre mis siervos y sobre mis siervas
derramaré mi Espíritu. Haré prodigios arriba en el cielo
y señales abajo
en la tierra. El sol se convertirá en tinieblas,
y la luna en sangre,
antes de que llegue el Día grande del Señor. Y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Entonces Pedro, presentándose con los Once, levantó la voz y les dijo. Con esta imagen comienza el pasaje de los Hechos que refiere el primer sermón de Pedro. El apóstol no está solo, sino rodeado por los Once, y todos están de pie, como formando un único icono. Es la imagen de la Iglesia en su universalidad: tiene ante sí al mundo entero. Es el arquetipo de la Iglesia: toda comunidad cristiana, incluso la más pequeña, debe modelarse sobre esta imagen. No existe protagonismo de individuos: Pedro está con los Once; no hay localismo alguno, la comunidad de los creyentes tiene siempre al mundo entero dentro de su corazón y ante sus ojos. Pedro no habla en nombre propio sino en el de todos, y se dirige en voz alta a la gente, no para comunicar un mensaje suyo personal sino el de la entera comunidad, o mejor dicho, el que ha recibido del mismo Señor Jesús. La multitud que se agolpaba en la plaza frente al cenáculo provenía de todas las partes del mundo. El apóstol, mirando aquellos rostros tan distintos unos de otros, ya fuera por edad o por proveniencia, se acordó de las palabras antiguas del profeta Joel. El sueño del profeta se había hecho realidad: Vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños. ¿Cómo no pensar en los jóvenes de hoy, que no tienen sueños, y en los ancianos, que no alcanzan a mirar con serenidad el tiempo que les queda por vivir? Y, ¿cómo quedarnos quietos, resignados y asustados ante un mundo como el del principio de este nuevo milenio, que no sabe levantar la mirada más allá de los propios pequeños horizontes? Sí, muchos se contentan con su pequeño sueño, el de la pequeña realización, y todos permanecemos esclavizados por el pequeño y triste realismo de la vida cotidiana. Es urgente volver a soñar con un mundo mejor, un mundo de paz, un mundo donde el mal y la injusticia sean vencidos y el amor pueda reinar. Es la razón del misterio de la venida de Jesús al mundo, de su muerte y resurrección. El mundo entero necesita resucitar a una vida nueva. Necesitan la resurrección los jóvenes y los ancianos, los niños, los hombres, las mujeres, todos. Pedro, con su palabra, vuelve a ofrecernos este sueño. Es más, ya no es un sueño. Con Jesús se ha convertido en una realidad en la que todos podemos participar. Este sueño es también una tarea que cada discípulo y cada comunidad cristiana debe acoger en el corazón y testimoniarlo con la vida.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.