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Vigilia del domingo
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Memoria de san Bonifacio, obispo y mártir. Anunció el Evangelio en Alemania y fue asesinado mientras celebraba la Eucaristía (+754)
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Memoria de san Bonifacio, obispo y mártir. Anunció el Evangelio en Alemania y fue asesinado mientras celebraba la Eucaristía (+754)


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 4,32-37

La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos. Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía. No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad. José, llamado por los apóstoles Bernabé (que significa: «hijo de la exhortación»), levita y originario de Chipre, tenía un campo; lo vendió, trajo el dinero y lo puso a los pies de los apóstoles.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Los efectos de la obra el Espíritu Santo en la vida de los discípulos se ven de inmediato. El autor de los Hechos, una vez más, narra de manera sintética y clara la vida de la comunidad: todos los que habían acogido el Evangelio tenían un solo corazón y una sola alma, es decir, vivían en plena concordia. Lucas quiere subrayar con particular fuerza la radical unidad de la comunidad cristiana: era evidentemente una dimensión que él consideraba determinante para que una comunidad se considerase "apostólica". Probablemente frente a los peligros de división que se manifestaban entre los miembros de la comunidad, el evangelista sentía que era importante reivindicar la primacía de la unidad en la vida de la comunidad. El Evangelio, en efecto, provoca un clima nuevo de comunión entre aquellos que lo acogen, y los libra de la división que es fruto del "demonio", el príncipe de la división. La comunión entre los discípulos es tan profunda que se manifiesta hasta el punto de que ponen en común sus bienes. Lucas dice: "nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían ellos en común". El espíritu de comunión no se limita a ciertos ámbitos concretos de la existencia, sino que invade toda la vida de la comunidad y se manifiesta también cuando se ponen los bienes en común. Esta imagen de la comunidad, que puede parecer utópica, indica a los discípulos de todo tiempo el camino que deben seguir: vivir la comunión y compartir. Esta transformación de las relaciones entre los creyentes es el fruto evidente de la fuerza de la resurrección que fermenta la propia creación. Y es un testimonio especialmente decisivo para la sociedad actual que transforma incluso las relaciones entre los hombres en relaciones de tipo comercial, en las que dar y tener están íntimamente ligados. Es como si hubiera desaparecido la gratuidad en las relaciones humanas. Sólo el amor gratuito que brota del Evangelio nos abre a una visión nueva y generosa de la vida y nos ayuda a no tener en cuenta exclusivamente lo que poseemos. El ejemplo de Bernabé que refieren los Hechos parece indicar que este camino no es un sueño irrealizable y lejano. En realidad, lo que logra cambiar el corazón y la vida de los discípulos del Señor es la fuerza del Evangelio.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.