ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Hechos de los Apóstoles 5,17-33

Entonces se levantó el Sumo Sacerdote, y todos los suyos, los de la secta de los saduceos, y llenos de envidia, echaron mano a los apóstoles y les metieron en la cárcel pública. Pero el Ángel del Señor, por la noche, abrió las puertas de la prisión, les sacó y les dijo: «Id, presentaos en el Templo y decid al pueblo todo lo referente a esta Vida.» Obedecieron, y al amanecer entraron en el Templo y se pusieron a enseñar. Llegó el Sumo Sacerdote con los suyos, convocaron el Sanedrín y todo el Senado de los hijos de Israel, y enviaron a buscarlos a la cárcel. Cuando llegaron allí los alguaciles, no los encontraron en la prisión; y volvieron a darles cuenta y les dijeron: «Hemos hallado la cárcel cuidadosamente cerrada y los guardias firmes ante las puertas; pero cuando abrimos, no encontramos a nadie dentro.» Cuando oyeron esto, tanto el jefe de la guardia del Templo como los sumos sacerdotes se preguntaban perplejos qué podía significar aquello. Se presentó entonces uno que les dijo: «Mirad, los hombres que pusisteis en prisión están en el Templo y enseñan al pueblo.» Entonces el jefe de la guardia marchó con los alguaciles y les trajo, pero sin violencia, porque tenían miedo de que el pueblo les apedrease. Les trajeron, pues, y les presentaron en el Sanedrín. El Sumo Sacerdote les interrogó y les dijo: «Os prohibimos severamente enseñar en ese nombre, y sin embargo vosotros habéis llenado Jerusalén con vuestra doctrina y queréis hacer recaer sobre nosotros la sangre de ese hombre.» Pedro y los apóstoles contestaron: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándole de un madero. A éste le ha exaltado Dios con su diestra como Jefe y Salvador, para conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen.» Ellos, al oír esto, se consumían de rabia y trataban de matarlos.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El sumo sacerdote y los saduceos, envidiosos por el éxito de los apóstoles, ordenan su arresto. El texto dice que estaban "llenos de envidia". Conocemos bien el daño que produce la envidia, que, entre los malos sentimientos, es el más diabólico. En el libro de la Sabiduría se dice que la muerte entró en el mundo por envidia del diablo. Y por envidia los apóstoles fueron encarcelados. La predicación de la Palabra de Dios cumplía verdaderos milagros, y la comunidad cristiana crecía en número y en aprecio de la gente. Pero sobre los cristianos que intentan seguir al Maestro se cierne su mismo destino. Son encarcelados por orden de los sacerdotes. No obstante, el Señor no abandona a sus discípulos y por la noche un ángel, milagrosamente, los libra de la cárcel y les ordena que vayan de nuevo al templo a predicar al pueblo. Se podría decir que es imposible encadenar la Palabra de Dios; los Herodes de turno, que una y otra vez intentarán acallar el Evangelio, serán derrotados. También en el siglo XX asistimos a los dramas provocados por los regímenes totalitarios empeñados en utilizar cualquier método, incluso los más crueles, para aniquilar el Evangelio, encarcelando y asesinando a sus testigos. Pero la palabra evangélica, tarde o temprano, rompe toda cadena. Es verdad que no elimina a los perseguidores, pues de la boca de los presos se eleva una oración por ellos. Estos, cegados por la ira, encarcelan de nuevo a los apóstoles. Pero una vez más Pedro y Juan dan testimonio de la primacía de la obediencia a Dios. Es una obediencia que ellos viven primero personalmente. De hecho, no actúan por iniciativa personal o para proponer doctrinas, sino para comunicar al mundo lo que el Señor ha hecho y les ha ordenado que transmitan: "Nosotros somos testigos de estos hechos (la resurrección de Jesús), y también el Espíritu Santo que ha dado a los que le obedecen". Los discípulos son los primeros en ser llamados a obedecer al Espíritu Santo. Y lo dicen claramente a los sacerdotes: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.