ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
Palabra de dios todos los dias

Memoria de la Iglesia

Memoria de María Magdalena. Anunció a los discípulos que el Señor había resucitado.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia

Memoria de María Magdalena. Anunció a los discípulos que el Señor había resucitado.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Judit 9,1-14

Cayó Judit, rostro en tierra, echó ceniza sobre su cabeza, dejó ver el sayal que tenía puesto y, a la misma hora en que se ofrecía en Jerusalén, en la Casa de Dios, el incienso de aquella tarde, clamó al Señor en alta voz diciendo: Señor, Dios de mi padre Simeón,
a quien diste una espada para vengarse de extranjeros
que habían soltado el ceñidor de una virgen para
mancha,
que desnudaron sus caderas para vergüenza
y profanaron su seno para deshonor;
pues tú dijiste: «Eso no se hace», y ellos lo
hicieron. Por eso entregaste sus jefes a la muerte
y su lecho, rojo de vergüenza por su engaño,
lo dejaste engañado hasta la sangre.
Castigaste a los esclavos con los príncipes,
a los príncipes con los siervos. Entregaste al saqueo a sus mujeres,
sus hijas al destierro,
todos sus despojos en reparto
para tus hijos amados,
que se habían encendido de tu celo,
y tuvieron horror a la mancha hecha a su sangre
y te llamaron en su ayuda.
¡Oh Dios, mi Dios, escucha a esta viuda! Tú que hiciste las cosas pasadas,
las de ahora y las venideras,
que has pensado el presente y el futuro;
y sólo sucede lo que tú dispones, y tus designios se presentan y te dicen:
«Aquí estamos!»
Pues todos tus caminos están preparados
y tus juicios de antemano previstos. Mira, pues, a los asirios que juntan muchas fuerzas,
orgullosos de sus caballos y jinetes,
engreídos por la fuerza de sus infantes,
fiados en sus escudos y en sus lanzas,
en sus arcos y en sus hondas,
y no han reconocido que tú eres el Señor,
quebrantador de guerras. Tu Nombre es «¡Señor!»
¡Quebranta su poder con tu fuerza!
¡Abate su poderío con tu cólera!,
pues planean profanar tu santuario,
manchar la Tienda en que reposa
la Gloria de tu Nombre,
y derribar con fuerza el cuerno de tu altar. Mira su altivez,
y suelta tu ira sobre sus cabezas;
da a mi mano de viuda
fuerza para lo que he proyectado. Hiere al esclavo con el jefe,
y al jefe con su siervo,
por la astucia de mis labios.
Abate su soberbia
por mano de mujer. No está en el número tu fuerza,
ni tu poder en los valientes,
sino que eres el Dios de los humildes,
el defensor de los pequeños,
apoyo de los débiles,
refugio de los desvalidos,
salvador de los desesperados. ¡Sí, sí! Dios de mi padre
y Dios de la herencia de Israel,
Señor de los cielos y la tierra,
Creador de las aguas,
Rey de toda tu creación,
¡escucha mi plegaria! Dame una palabra seductora
para herir y matar
a los que traman duras decisiones
contra tu alianza,
contra tu santa Casa
y contra el monte Sión
y la casa propiedad de tus hijos. Haz conocer a toda nación y toda tribu
que tú eres Yahveh, Dios de todo poder y toda fuerza,
y que no hay otro protector fuera de ti
para la estirpe de Israel.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La oración llena la vida de Judit. Además de sus palabras, su propio cuerpo se hace oración al Señor que ha puesto su morada en el templo de Jerusalén. Ella es una mujer, está lejos, pero sabe que debe ponerse en comunión con la oración oficial de todo Israel. Judit no está llena de sí misma y de su orgullo. No se siente ni siquiera una heroína solitaria. Ella, uniéndose al templo de Jerusalén, personifica a todo el pueblo de Israel que eleva su oración a Dios. En sus palabras resume su historia, tanto la personal como la de todo el pueblo de Israel. Presentando a Dios la historia de su familia se recuerda a sí misma que el Señor tiene sus vías para tejer sus diseños, no siempre comprensibles para los hombres. No importa si el creyente hace juicios sobre los hechos o sugiere soluciones al Señor. Lo que se pide al creyente es que rece al Señor para que intervenga. Y no hay nada que haga más eficaz la oración que mostrarse disponible, ofrecerse al Señor como su instrumento. Judit ofrece al Señor todo lo que está dentro de sus posibilidades, incluso lo que su intuición de fe le sugiere que puede hacer. La oración siempre lleva al creyente a involucrarse en la obra de Dios. Judit le dice al Señor: "Da a mi mano de viuda fuerza para lo que he proyectado" (9, 9). Del corazón creyente, es decir, de un amor que se apasiona por Dios y Sus diseños, surge la luz para discernir qué hacer y la energía para llevarlo a cabo. En su oración se ve con claridad la convicción de que el verdadero enfrentamiento no es entre ella y Holofernes, sino entre la idolatría y la fidelidad al Señor, entre la soberbia y la humildad, entre la desvergüenza humana y la debilidad que se apoya en aquel Señor "quebrantador de guerras" (9, 7) y que no puede abandonar el lugar y al pueblo en el que ha puesto su morada. Judit "conoce" bien que el Señor en el que confía es "el Dios de los humildes, el defensor de los pequeños, apoyo de los débiles, refugio de los desvalidos, salvador de los desesperados… Señor de los cielos y la tierra" (cf. 9, 11-12). En su fe descubrimos ya los rasgos del rostro de aquel Padre que Jesús nos revelará con claridad. El empeño de Judit no sólo quiere salvar la vida de su pueblo sediento por la falta de agua sino también recuperarlo a la fe plena en el Señor. Pide ayuda al Señor para la tarea que quiere llevar a cabo. No reza para ella sino para que a través de su acción el Señor muestre su verdadero rostro. Los israelitas, en efecto, cayendo en la desconfianza y en la resignación ante la fuerza del mal, habían desdibujado el rostro de Dios en su corazón. Ella, una mujer y además viuda, logra hacer brillar en el corazón del pueblo la belleza y la fuerza del rostro de Dios.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.