ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Judit 14,1-10

Judit les dijo: «Escuchadme, hermanos; tomad esta cabeza y colgadle en el saliente de nuestras murallas; y apenas despunte el alba y salga el sol sobre la tierra, empuñaréis cada uno vuestras armas y saldréis fuera de la ciudad todos los hombres capaces. Que se ponga uno al frente, como si intentarais bajar a la llanura, contra la avanzada de los asirios. Pero no bajéis. Los asirios tomarán sus armas y marcharán a su campamento para despertar a los jefes del ejército de Asiria. Correrán a la tienda de Holofernes, pero al no dar con él, quedarán aterrorizados y huirán ante vosotros. Entonces, vosotros y todos los habitantes del territorio de Israel, saldréis en su persecución y los abatiréis en la retirada. «Pero antes, traed aquí a Ajior el ammonita, para que vea y reconozca al que despreciaba a la casa de Israel, al que le envió a nosotros como destinado a la muerte.» Hicieron, pues, venir a Ajior desde la casa de Ozías. Al llegar y ver que uno de los hombres de la asamblea del pueblo tenía en la mano la cabeza de Holofernes, cayó al suelo, desvanecido. Cuando le reanimaron, se echó a los pies de Judit, se postró ante ella y dijo: «¡Bendita seas en todas las tiendas de Judá
y en todas las naciones
que, cuando oigan pronunciar tu nombre,
se sentirán turbadas!» «Y ahora, cuéntame lo que has hecho durante este tiempo.» Judit le contó, en medio del pueblo, todo cuanto había hecho, desde que salió hasta el momento en que les estaba hablando. Cuando hubo acabado su relato, todo el pueblo lanzó grandes aclamaciones y en toda la ciudad resonaron los gritos de alegría. Ajior, por su parte, viendo todo cuanto había hecho el Dios de Israel, creyó en él firmemente, se hizo circuncidar y quedó anexionado para siempre a la casa de Israel.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

En libro de Judit -se podría decir- el autor sacro reconoce la primacía del Señor y de la fe en él más que la primacía de Israel. Ese es el sentido de la lucha contra el poder idólatra de Nabucodonosor. Y en esta lucha se cruzan las dos historias que repasa esta página: la de Judit y la de Ajior. Son dos historias al mismo tiempo opuestas y paralelas: Ajior, tras haber hablado frente a Holofernes, es expulsado del campamento porque no le creen y es acogido en Betulia (donde, por el contrario, lo escuchan con atención). Judit, por su parte, sale voluntariamente de la pequeña ciudad de Betulia, y es acogida en el campamento de Holofernes, y la creen. Pero ambos se oponen a Holofernes que, lleno de orgullo, no es capaz de entender la verdad de la que ambos son portavoces. Ajior y Judit, en su debilidad, se salvan gracias al Señor. De hecho sólo Judit (que personifica a Israel) se muestra como vencedora y parece que quiere narrar prácticamente sólo para Ajior lo que ha hecho (cf. 14, 9), aunque lo hace en medio del pueblo para el que la narración es fuente de alegría. Ajior, en efecto, necesita la narración de Judit para pasar de la autora material de la victoria al Autor verdadero de todo. Judit es una creyente que remite al Señor, que actúa en la historia a través de sus testimonios. Ella -al igual que todo creyente, que toda comunidad de creyentes- está llamada a testimoniar la fuerza débil del amor de Dios y a iluminar a aquellos que dejen cambiar su corazón y su mente. Ajior, de hecho, tras haber escuchado a Judit y "viendo todo cuanto había hecho el Dios de Israel, creyó en él firmemente, se hizo circuncidar y quedó anexionado para siempre a la casa de Israel". El testimonio de Judit hizo que Ajior fuera más allá del presente y decidiera formar parte del pueblo de la alianza. En él están representados todos los que reconocerán al Dios de Israel aunque no pertenezcan al pueblo a través del vínculo de sangre. Podríamos decir que en Ajior están representados aquellos para los que el apóstol Pablo escribirá: "tú -olivo silvestre- fuiste injertado en su lugar, hecho partícipe con ellas de la raíz y de la savia del olivo" (Rm 11, 17). El apóstol lo escribe para los discípulos de Jesús para que no alardeen, respecto a Israel, de la fe recibida que les hace partícipes de la alianza eterna con Dios. En esta página se abre el espacio de la fe a aquellos que dejan que la predicación y el testimonio les toquen el corazón. Judit, tras haber hablado y mostrado la fuerza débil del amor de Dios toca el corazón de Ajior, que decide sumarse a Israel no por el vínculo de sangre sino por la "fe" en la fuerza del Dios de Israel. En el judaísmo posterior al exilio había varias actitudes y varias ideas sobre las naciones. Algunos pensaban que la victoria del pueblo de Dios iba a hacerse realidad mediante el exterminio de las naciones; otros esperaban la era mesiánica en la que también los pueblos paganos pedirían formar parte del pueblo de Dios. Malaquías y Sofonías anunciaron que todos los pueblos de la tierra iban a conocer al Señor: Egipto, Etiopía y Cus adorarían a Dios. También Babilonia diría: "en ti, Jerusalén, están mis fuentes". Ajior está solo, pero en él vemos empezar aquella perspectiva universalista que ya contiene el judaísmo y que en el Evangelio alcanza su plenitud.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.