ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias

Memoria de los santos y de los profetas

Memoria de santa Clara de Asís (1193-1253), discípula de san Francisco en el camino de la pobreza y de la simplicidad evangélica. Para los musulmanes empieza el mes del Ramadán.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas

Memoria de santa Clara de Asís (1193-1253), discípula de san Francisco en el camino de la pobreza y de la simplicidad evangélica. Para los musulmanes empieza el mes del Ramadán.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 18,15-20

«Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como el gentil y el publicano. «Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. «Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Evangelio nos recuerda que la corrección y el perdón fraterno requieren una gran atención y sensibilidad. En efecto, existe una manera de no decir las cosas que no es respeto, sino indiferencia. Todo creyente tiene el deber de corregir a su hermano cuando se equivoca, del mismo modo que todos tienen el derecho de ser perdonados. Por desgracia vivimos en una sociedad que es cada vez más extraña al perdón, precisamente porque no conoce la deuda del amor. La palabra de Dios nos interroga profundamente. En un mundo cada vez más interdependiente y al mismo tiempo competitivo hay que aprender que para ser realmente libre y para construir una sociedad digna, tenemos que hacernos esclavos del amor unos por otros. La utopía del respeto integral de los derechos de cada hombre y cada mujer pasa porque todos asumamos un único e imprescindible deber: respetar el derecho del otro a ser amado. Este derecho enlaza con la consecución de una convivencia humana plenamente libre de amenazas externas e internas. La imagen perfecta de esta convivencia la encontramos en la unidad de los discípulos que rezan juntos. "Os aseguro que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos". Estas palabras también manifiestan un fuerte compromiso. El acuerdo de los discípulos para pedir alguna cosa, sea cual sea, vincula a Dios mismo a concederla. Dios da a los hombres unidos en una única voluntad un poder inmenso. Y si no es así debemos cuestionar nuestra manera de rezar, tal vez viciada en su raíz por individualismos e indiferencias. Si nuestra oración no parece obtener respuesta es porque no nos hemos cuestionado suficientemente sobre nuestro prójimo, sobre los necesitados, sobre los que esperan que alguien se acuerde de ellos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.