ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

XXIV del tiempo ordinario
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

El Evangelio de este domingo nos presenta en primer lugar a un pastor que llama a sus amigos y les dice: "Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido" (v. 6); luego, a una mujer que va a encontrar a sus amigas y las invita: "Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido" (v. 9); y por último, a un padre que llama a sus siervos y les dice: "Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado" (vv. 23-24). Son tres maneras para expresar el mismo estado de ánimo: la alegría de Dios cuando recupera a sus hijos que se habían perdido. Imagino la alegría de Dios que explota en cada santa liturgia del domingo. ¡Sí! Cada domingo Dios nos encuentra y hace una fiesta. Y podemos comparar al Señor con aquel padre de la parábola que desde el piso de arriba de la casa mira nuestras calles y en cuanto nos ve llegar, como hizo aquel hijo que volvía, baja corriendo hacia la puerta para venir a nuestro encuentro y abrazarnos. Y en efecto, la Santa Liturgia se abre con el abrazo de Dios: es el momento del perdón. Inmediatamente somos revestidos por la misericordia: "Daos prisa; traed el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en la mano y unas sandalias en los pies" (v. 22). Y podemos entonar el himno de alabanza, el gloria. Y luego se abre el largo coloquio con la palabra de Dios, que interrumpimos con nuestra lejanía. A continuación viene el banquete eucarístico que, alimentándonos con el pan santo y el cáliz de la salvación, nos transforma hasta hacernos similares al Hijo predilecto.
Se podría decir que el domingo es precisamente eso: la fiesta del abrazo de Dios, la fiesta de la gran misericordia. Una misericordia que raramente se encuentra en el mundo, donde a menudo abunda la ausencia de perdón y, aún más, la ausencia de amor. Entre los hombres es normal que cada uno se afirme a sí mismo, que cada uno reivindique sus derechos y que se muestre una marcada insensibilidad ante el perdón. Los dos hijos de la parábola, el menor y el mayor, son mezquinos y egoístas. Se podría decir: "¡Pobre padre, con aquellos dos hijos!". Lo tenían todo: un padre rico y una casa grande; criados que les servían y bienes para disfrutarlos. Lo tenían todo, pero en común. Prefirieron su mezquindad. "Padre -dijo el hijo más joven-, dame la parte de la hacienda que me corresponde" (v. 12). ¡Una verdadera tontería! Prefiere una parte al todo. En aquel joven, como sucede a menudo en cada uno de nosotros, hay la molestia por lo que es común; la molestia de no ser amo absoluto de uno mismo y de las cosas de uno. "Dame mi parte". ». Es una triste frase que se repite a diario. El joven se alejó de casa y vivió libertinamente. En el contexto evangélico el término "libertinamente", más que un comportamiento inmoral, significa una vida desligada (liberada) de toda dependencia, tanto del padre como de la casa. En definitiva, vivir libertinamente significa hacerlo todo por cuenta propia, sin escuchar a nadie y sin depender de nadie. Es decir, vivir solo, lejos del padre. Pero comportándose así, aquel joven terminó cuidando puercos.
Igualmente egoísta fue el hermano mayor. Tan pronto como los siervos anunciaron el motivo de la fiesta, se irritó con el padre y no quiso entrar. Rechaza la fiesta y la misericordia; prefiere un cabrito para él y algún que otro amigo antes que el novillo cebado y la mesa puesta con su hermano y todos los demás. Parece extraño que no se deje llevar por aquella fiesta, pero eso es lo que pasa cada vez que uno quiere la fiesta para sí mismo. El Padre le dice: "Todo lo mío es tuyo" (v. 31). Pero aquel hijo prefiere quedarse fuera, nervioso y triste; parece increíble, pero está triste porque el padre ha organizado una gran fiesta.
Estos dos hijos no están lejos de nosotros; conviven en el corazón de cada uno de nosotros, que, como ellos, compartimos el deseo de tenerlo todo para nosotros. Exactamente lo contrario de lo que desea el Padre. Pero la voluntad de poseer, de tener sólo para uno mismo, como nos muestra el Evangelio, lleva a la tristeza y a menudo también a la perdición. Aunque lo que importa al final es la capacidad de mirarse a uno mismo, de darse cuenta de la tristeza de la situación en la que uno vive, la capacidad de levantarse de nuevo y de volver a la casa del Padre. Con sólo recordar estas palabras evangélicas sobre la misericordia de Dios, vemos que es infinitamente más grande que nuestro pecado. Es precisamente este recuerdo lo que nos da la fuerza para ponernos en pie de nuevo y reanudar el camino hacia el Señor. No encontraremos a un juez, sino a un padre que viene a nosotros para abrazarnos.
El domingo es el día bendito para volver. La santa liturgia viene a nuestro encuentro y abate todas nuestras tristezas, todos nuestros pecados, todas nuestras cerrazones. Dejémonos llevar por esta fiesta y disfrutemos de ella. El domingo ensancha el corazón, hace caer los muros, hace abrir las puertas de la mente, hace ver lejos hacia el mundo, hacia los pobres. El domingo es grande, del mismo modo que grande es la misericordia de Dios. El domingo es rico, no mezquino; está lleno de sentimientos, más hermoso que nuestros instintos banales e inmediatos. El domingo es el día santo en el que Dios hace de nosotros hombres y mujeres más felices. Un antiguo himno compuesto por el santo obispo Juan Crisóstomo rezaba: "Si alguien es amigo de Dios, que goce de esta fiesta hermosa y luminosa. El que ha trabajado y el que no lo ha hecho, el que vive en paz y el que vive sumido en el dolor, el que se ha perdido y el que ha permanecido en casa, el que está apesadumbrado y el que está aliviado, que todos vengan y serán acogidos. La santa liturgia es fiesta, es perdón, es abrazo de Dios para todos". Que lo sea también para nosotros hoy.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.