ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ester 8,1-16

Aquel mismo día, el rey Asuero entregó a la reina Ester la hacienda de Amán, el enemigo de los judíos, y Mardoqueo fue presentado al rey, pues Ester le hizo saber lo que él había sido para ella. El rey se sacó el anillo que había mandado quitar a Amán y se lo entregó a Mardoqueo, a quien Ester encargó de la hacienda de Amán. Ester volvió a suplicar al rey, cayendo a sus pies, llorando y ganando su benevolencia, que anulara la maldad de Amán, el de Agag, y los proyectos que había concebido contra los judíos. Extendió el rey el cetro de oro y tocó a Ester, que se puso en pie en presencia del rey. Dijo ella: "Si al rey le parece bien, y si he hallado gracia a sus ojos, si la petición le parece justa al rey y yo misma soy grata a sus ojos, que se escriba para revocar los decretos escritos por Amán, hijo de Hamdatá, de Agag, y maquinados para hacer perecer a los judíos de todas las provincias del rey. Porque ¿cómo podré yo ver la desgracia que amenaza a mi pueblo y la ruina de mi gente?" El rey Asuero respondió a la reina Ester y al judío Mardoqueo: "Ya he dado a la reina Ester la hacienda de Amán, a quien he mandado colgar de la horca por haber alzado su mano contra los judíos. Vosotros, por vuestra parte, escribid acerca de los judíos, en nombre del rey, lo que os parezca oportuno, y selladlo con el anillo del rey. Pues todo lo que se escribe en nombre del rey y se sella con su sello, es irrevocable." Fueron convocados al momento los secretarios del rey, en el mes tercero, que es el mes de Siván, el día veintitrés, y escribieron, según las órdenes de Mardoqueo, a los judíos, a los sátrapas, a los inspectores y a los jefes de todas las provincias, desde la India hasta Etiopía, a las 127 provincias, a cada provincia según su escritura y a cada pueblo según su lengua, y a los judíos según su lengua y escritura. Escribieron en nombre del rey Asuero y lo sellaron con el anillo del rey. Se enviaron las cartas por medio de correos, jinetes en caballos de las caballerizas reales. En las cartas concedía el rey que los judíos de todas las ciudades pudieran reunirse para defender sus vidas, para exterminar, matar y aniquilar a las gentes de todo pueblo o provincia que los atacaran con las armas, junto con sus hijos y sus mujeres, y para saquear sus bienes, y esto en un mismo día, en todas las provincias del rey Asuero, el trece del mes doce, que es el mes de Adar. Una copia de este escrito debía ser publicada como ley en todas las provincias y promulgada en todos los pueblos; y los judíos debían estar preparados aquel día para vengarse de sus enemigos. Los correos salieron con celeridad y a toda prisa, empleando los caballos de las caballerizas reales, según la orden del rey; la ley también fue promulgada en la ciudadela de Susa. Cuanto a Mardoqueo, salió de la presencia del rey espléndidamente vestido de púrpura violeta y lino blanco, con una gran diadema de oro y manto de lino fino y púrpura; la ciudad de Susa se llenó de gozo y alegría. Para los judíos todo fue esplendor, alegría, triunfo y gloria.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

La muerte de Amán no eliminaba el decreto del rey que establecía el exterminio del pueblo de Israel. Ester debe continuar su intento de convencer al rey. No puede salvarse sola, sin su pueblo. Es una convicción que atraviesa toda la Escritura: Dios ha decidido salvar a los hombres no de uno en uno sino como pueblo. Por eso Ester se ve obligada, por amor, a encontrar una solución. Decide presentarse nuevamente al rey y lo hace hablándole con arte, atenta a no molestarlo, culpando del decreto únicamente a Amán. El rey se convence y le da a ella y a Mardoqueo su sello para que escriban un decreto que no sólo elimine el anterior sino que dé autoridad al pueblo de Israel. El rey concede a los judíos el derecho de reunirse y de defenderse de sus enemigos. Tal decisión hace exultar a todo el pueblo, difundido por todos los rincones del reino de Asuero. La narración incluye también los conflictos que nacen entre los judíos y sus enemigos. La violencia de los judíos se desencadena sobre todo contra los diez hijos de Amán y su estirpe. Ester quiere salvaguardar a su pueblo también para el futuro y deja que los acontecimientos sigan las leyes de una defensa a ultranza en una cultura tosca y violenta. Como mucho hay una especie de atenuación de la violencia cuando se les pide a los judíos que respeten lo establecido en el libro de Josué (6, 17-21): destruir al enemigo pero no apropiarse de ninguna de sus propiedades. En el texto se repite varias veces: "pero no saquearon sus bienes", es decir no debían mezclar intereses personales sino sólo hacer posible la aplicación de la promesa del Señor. No hay que enriquecerse para uno mismo. Lo único necesario es seguir al Señor eliminando los obstáculos a su único verdadero dominio.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.