ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Iglesia
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Memoria de la Iglesia

Memoria de san Jerónimo, doctor de la Iglesia, que murió en Belén el 420. Tradujo la Biblia al latín. Oración para que la voz de la Escritura se oiga en toda lengua.
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Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia

Memoria de san Jerónimo, doctor de la Iglesia, que murió en Belén el 420. Tradujo la Biblia al latín. Oración para que la voz de la Escritura se oiga en toda lengua.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Apocalipsis 1,4-8

Juan, a las siete Iglesias de Asia. Gracia y paz a vosotros de parte de «Aquel que es, que era y que va a venir», de parte de los siete Espíritus que están ante su trono, y de parte de Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén. Mirad, viene acompañado de nubes: todo ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por él harán duelo todas las razas de la tierra. Sí. Amén. Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, «Aquel que es, que era y que va a venir», el Todopoderoso.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan escribe su profecía a las siete iglesias de Asia menor (la zona costera de la actual Turquía). Sólo se nombran algunas iglesias alrededor de Éfeso, pero a través de la simbolicidad del número siete, el apóstol indica la universalidad de la Iglesia. La Palabra de Dios es revelada a Juan para que la comunique a todas las comunidades, sin excluir a ninguna, y aún más, a todos los pueblos. La revelación de Jesús siempre tiene un destino universal. Y cada creyente (cada comunidad) debe respirar con este horizonte en el corazón. El discípulo de Jesús siente en primera persona la urgencia del destino universal del mensaje evangélico. Juan empieza dirigiendo a las iglesias el mismo saludo de paz que Jesús dirigió a los apóstoles la tarde del día de Pascua. Y, como devolviendo lo que se decía de él, llama a Jesús con palabras análogas: "al que nos ama". Sí, Jesús es el "que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre" (vv. 5-6). El amor de Jesús no es una abstracción, es una energía poderosa que libra a los hombres de la soledad para reunirles en una comunidad o, aún más, en un pueblo. Juan, al inicio de su profecía, anuncia que Jesús "viene acompañado de nubes; todo ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por él harán duelo todas las razas de la tierra" (vv. 7-8). Es la visión de Cristo, Crucificado y Resucitado, que destaca en el cielo para que todos los hombres puedan contemplarla, dejarse atravesar el corazón y alcanzar así la salvación. En Jesús, en efecto, se hace realidad la plena manifestación del amor de Dios. El apóstol presenta este misterio recordando las palabras que Dios dirigió a Moisés ("Yo soy"), abarcando así todas las historias humanas, desde la primera hasta la última: "el Alfa y la Omega". Aquel Crucificado glorioso es "el Todopoderoso".

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.