ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los pobres
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Apocalipsis 3,7-13

Al Ángel de la Iglesia de Filadelfia escribe: Esto dice el Santo, el Veraz, el que tiene la llave de David: si él abre, nadie puede cerrar; si él cierra, nadie puede abrir. Conozco tu conducta: mira que he abierto ante ti una puerta que nadie puede cerrar, porque, aunque tienes poco poder, has guardado mi Palabra y no has renegado de mi nombre. Mira que te voy a entregar algunos de la Sinagoga de Satanás, de los que se proclaman judíos y no lo son, sino que mienten; yo haré que vayan a postrarse delante de tus pies, para que sepan que yo te he amado. Ya que has guardado mi recomendación de ser paciente, también yo te guardaré de la hora de la prueba que va a venir sobre el mundo entero para probar a los habitantes de la tierra. Vengo pronto; mantén con firmeza lo que tienes, para que nadie te arrebate tu corona. Al vencedor le pondré de columna en el Santuario de mi Dios, y no saldrá fuera ya más; y grabaré en él el nombre de mi Dios, y el nombre de la Ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, que baja del cielo enviada por mi Dios, y mi nombre nuevo. El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús se presenta a la Iglesia de Filadelfia lleno de la fuerza de Dios: tiene el poder de abrir y de cerrar. La imagen proviene del profeta Isaías: en la casa real de Judá había un mayordomo que guardaba "la llave de David", signo de su poder en la corte, con la que "abrirá, y nadie cerrará, cerrará, y nadie abrirá" (Is 22, 22). Jesús, pues, tiene la llave que abre la puerta del Reino de Dios; él es el mediador entre Dios y la humanidad. El apóstol exhorta a no tener miedo de Cristo, a confiarse, por el contrario, a Él que abre rápida y generosamente las puertas de la salvación. El mismo Jesús dice: "he abierto ante ti una puerta que nadie puede cerrar". La fuerza de toda comunidad cristiana se asienta en esta "puerta abierta que nadie puede cerrar". La Palabra de Dios es esta puerta abierta, es el mismo Jesús, el Verbo encarnado. Cada vez que se abre el libro de las Sagradas Escrituras se nos manifiesta la Palabra de Dios que contienen. Sólo la Palabra, y no nuestras pobres fuerzas, nuestras estructuras o nuestras organizaciones, hacen que la acción de la Iglesia sea firme y eficaz. El apóstol lo recuerda en la homilía de Filadelfia, cuando afirma: "Aunque tienes poco poder, has guardado mi palabra y no has renegado de mi nombre". Aquellos cristianos, que parecían débiles e indefensos frente al mundo, al custodiar y observar la Palabra de Dios, habían cobrado fuerza y podían resistir al mal. Efectivamente, pertenecer a Dios y a su Palabra da fuerza a los que son débiles: "Cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte" dice Pablo (2 Co 12, 10). Y Jesús, hablando a la iglesia de Filadelfia, se dirige a todas las Iglesias para recordarles la fidelidad y la primacía de la Palabra de Dios en su vida y en la misión evangelizadora. La Palabra de Dios custodia, fortalece y salva a aquel que la custodia. En la hora de la prueba, que conocen todas las generaciones cristianas, incluso las de nuestros días, la fidelidad al Evangelio salva de la destrucción. El evangelista utiliza la imagen de la columna y del templo, comparando la salvación de los discípulos a la ciudad celestial donde ellos son como las columnas del nuevo santuario, la Jerusalén celestial, que aparece aquí por primera vez en el libro. Y sobre cada uno de los creyentes se graba el "nombre", es decir, la eternidad de la salvación, como ya había predicho Isaías: "yo he de darles en mi templo y en mis muros monumento y nombre mejor que hijos e hijas; nombre eterno les daré que no será borrado" (56, 5).

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.