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Vigilia del domingo
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Vigilia del domingo

Memoria de la deportación de los judíos de Roma durante la Segunda Guerra Mundial.
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Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo

Memoria de la deportación de los judíos de Roma durante la Segunda Guerra Mundial.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Apocalipsis 6,1-8

Y seguí viendo: Cuando el Cordero abrió el primero de los siete sellos, oí al primero de los cuatro Vivientes que decía con voz como de trueno: «Ven». Miré y había un caballo blanco; y el que lo montaba tenía un arco; se le dio una corona, y salió como vencedor, y para seguir venciendo. Cuando abrió el segundo sello, oí al segundo Viviente que decía: «Ven». Entonces salió otro caballo, rojo; al que lo montaba se le concedió quitar de la tierra la paz para que se degollaran unos a otros; se le dio una espada grande. Cuando abrió el tercer sello, oí al tercer Viviente que decía: «Ven». Miré entonces y había un caballo negro; el que lo montaba tenía en la mano una balanza, y oí como una voz en medio de los cuatro Vivientes que decía: «Un litro de trigo por denario, tres litros de cebada por un denario. Pero no causes daño al aceite y al vino.» Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto Viviente que decía: «Ven». Miré entonces y había un caballo verdoso; el que lo montaba se llamaba Muerte, y el Hades le seguía. Se les dio poder sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con la espada, con el hambre, con la peste y con las fieras de la tierra.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Después de las cartas a las siete iglesias, Juan presenta ahora la otra serie de siete: la apertura de los siete sellos. Se trata de una especie de semana universal en la que es como si de manera simbólica quedaran incluidas las épocas y Cristo, que las juzga. Todo ello sucede en el marco de la gran liturgia descrita en el capítulo anterior. Se abren en primer lugar los primero cuatro sellos. Cada apertura va acompañada del grito de uno de los cuatro "vivientes", que dice: "¡Ven!". Y cada vez se produce la aparición de un caballo: cuatro, cada uno de un color distinto. A través de estas imágenes simbólicas, Juan quiere revelarnos los dramas de la historia de la Iglesia y del mundo: las guerras y las catástrofes, las pruebas y los sufrimientos que se suceden de vez en cuando. El primer caballo (blanco), montado por un arquero, indica el predominio de la fuerza violenta que se encarna en la guerra. Luego viene el derramamiento de sangre, el caballo rojo, que simboliza las dinámicas de la guerra: el mundo recibe los azotes de una gran espada que los hombres se lanzan hasta "degollarse unos a otros". En este caballo se resumen los odios, los rencores, las venganzas que se dan en los distintos pueblos. El caballo negro, el tercero, es el símbolo de la muerte por hambre. Se trata de un caballo que continúa cabalgando por todo el mundo todavía hoy, y nadie parece tener intención alguna de detenerlo, aunque no haría falta un gran esfuerzo. La balanza del caballero continúa teniendo el plato de los pobres terriblemente bajo. Podríamos decir que es un caballo que se puede emparejar con el rojo, pues la guerra es la madre de todas las pobrezas. El cuarto caballo es verdoso, y el nombre de quien lo monta es "Muerte": detrás de él viene el Hades, la vida infernal que los hombres empiezan a construir ya ahora cada vez que dejan prevalecer el mal por encima del bien. El dominio de los cuatro caballos en el mundo no es ilimitado, como parece: tienen poder únicamente sobre una cuarta parte de la tierra. Sólo Dios lo tiene todo en sus manos. Por eso los cristianos no se resignan a la fuerza del mal. Saben que el Señor es más fuerte que el Maligno. Y Jesús continúa prestándonos palabras para dirigirnos a Dios: "Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23, 46). La oración es la primera obra que el creyente tiene en sus manos para frenar el mal y ampliar el bien.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.