ORACIÓN CADA DÍA

Recuerdo de todos aquellos que se han dormido en el Señor
Palabra de dios todos los dias

Recuerdo de todos aquellos que se han dormido en el Señor

Memoria de todos aquellos que se han dormido en el Señor. Recordamos en particular a aquellos difuntos que no son recordados por nadie y a todos aquellos que llevamos en nuestro corazón.
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Libretto DEL GIORNO
Recuerdo de todos aquellos que se han dormido en el Señor

Homilía

El Evangelio afirma que el Señor no abandona a aquellos a los que ha amado; nunca los deja solos, sobre todo en el difícil momento de la muerte. Él los recoge y les hace participar en su resurrección. Por eso el dolor por la separación va acompañado de la esperanza, y aún más, de la certeza de un nuevo encuentro. La vida, dice el Evangelio no termina en la muerte. Los nombres de las personas amadas y conocidas no se pierden en la gran tiniebla de la muerte. Es significativo que la liturgia de la Iglesia ponga juntas la fiesta de los santos y la de los muertos. Es una intuición de extraordinaria fuerza evocadora: los santos y los muertos están unidos en un único futuro. Si cada día del año se recuerda a una persona, en estos dos días somos invitados a recordar a un número enorme de gente, pueblos enteros, masas de santos y de muertos, todos reunidos en un único destino. El hecho de que los muertos estén unidos en una única memoria junto a los santos es una profecía utópica para el mundo.
La resurrección de Jesús, "el Primogénito de entre los muertos" (Col 1, 18), es uno de los pilares fundamentales de la fe cristiana, hasta el punto de que el apóstol Pablo dice: "Si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también es vuestra fe" (1 Co 15, 14). Fue precisamente por la resurrección de Jesús y, por tanto, de todos los que se unen a él, por lo que los atenienses rompieron con el apóstol Pablo en el Areópago diciéndole: "Sobre esto ya te oiremos otra vez" (Hch 17, 32). Para aquellos atenienses que habían aceptado la inmortalidad del alma, era totalmente inaceptable la resurrección de la carne. Pero esa es precisamente la novedad cristiana: la victoria completa y plena de Jesús sobre la muerte. Aquel que cree en Él resucitará con su cuerpo. Es un Evangelio, una buena noticia, realmente sorprendente y consoladora. Nada es imposible para Dios, tampoco la salvación de aquellos a los que ha amado hasta el punto de enviar a Su Hijo a la tierra. Sin duda, todos sentimos la dureza de la muerte y si pensamos en los que han muerto, especialmente aquellos por los que sentimos más cariño, no podemos dejar de sentir la tristeza de la separación.
No obstante, el apóstol Pablo nos invita a no olvidar el futuro reservado para los hijos de Dios: "Vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, habéis recibido un espíritu de hijos… Y, si hijos, también herederos". Y añade: "Estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros" (Rm 8, 15.18) Después de la resurrección de Jesús la muerte, que continúa llevándose a los hombres, ya no aleja a los creyentes entre sí, ya no rompe los vínculos de amor sellados en la tierra, ya no los hace salir de la familia de Dios. Jesús, que dio su vida para que no se perdiera ninguno de los que el Padre le había confiado, reúne a todos los creyentes. El amor de Jesús es más fuerte que la muerte. Él, que amó y buscó hasta lo inverosímil a sus discípulos, no permite que la muerte les separe de él. Todos los creyentes están en manos de Dios. Y su amor es más fuerte que la muerte. A veces nos preguntamos dónde están nuestros muertos; y tal vez intentamos pensar en ellos, intentamos imaginar dónde viven y qué hacen. Existe una fuerte y hermosa tradición de visitar los cementerios, los lugares donde los muertos, como dice la antigua tradición cristiana, "duermen" en espera del despertar. Pero también es hermoso (tal vez aún más) pensar que nuestros difuntos continúan estando presentes en nuestras iglesias, allí donde recibieron los sacramentos, donde rezaron, donde alabaron al Señor, donde mantuvieron la esperanza en los momentos difíciles, y desde donde fueron acompañados hacia el cielo.
Podríamos decir que los difuntos están en las iglesias de las comunidades de las que formaban parte: la muerte, en efecto, no ha interrumpido los vínculos. Los muertos continúan estando cerca para celebrar junto a los que están en la tierra la alabanza del Señor. Por eso antiguamente los entierros se realizaban dentro o al lado de una iglesia. Jesús garantiza una firme comunión con todos los difuntos. No es una comunión visible, es cierto, pero no por eso es menos real. Al contrario, es aún más profunda porque no se basa en apariencias externas, que tan a menudo llevan a engaño. La comunión con los difuntos se basa en el misterio del amor de Dios que reúne a todos y los sostiene. El amor de Dios es la verdad de la vida y de la muerte. Todo pasa, incluso la fe y la esperanza, pero el amor no pasa.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.