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Liturgia del domingo
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Liturgia del domingo

II de Adviento
La Iglesia bizantina venera hoy a san Saba (+ 532) "archimandrita de todos los eremitorios de Palestina".
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

Mientras damos los primeros pasos hacia la Navidad del Señor, viene a nuestro encuentro la figura de un gran profeta, Juan Bautista: el evangelista lo presenta como un hombre vestido con pelos de camello y con un cinturón de cuero a su cintura; se alimenta de langostas y miel silvestre. Se retira al desierto de Judá, lejos de Jerusalén, y habla un lenguaje insólito, aunque muy claro. "Raza de víboras", dice a los que oprimen a los más débiles, prediciendo sobre ellos la ira inminente de Dios. Para todos añade que el hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: quien no da frutos buenos será cortado y arrojado al fuego. En resumen, sus imprecaciones ponen en guardia a los habitantes de Jerusalén por su lejanía de Dios y de su amor.
Juan se había distanciado de Jerusalén. Se había despojado de todo, quería ser fuerte solo de la palabra: "Voz del que clama en el desierto". Sí, su verdadero nombre es "Voz del que clama". Es solo una voz, pero indica la vía de la salvación: "preparad el camino del Señor". Hoy, este profeta vuelve entre nosotros. Pero, ¿quién es? Es el Evangelio. Esta palabra es una voz que indica caminos diferentes a los de la opresión, a los del interés solo por uno mismo, al desprecio, la violencia y la indiferencia. Juan y el Evangelio repiten: "Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos". Nuestros caminos a menudo están lejos de los del Evangelio. Por eso, convertirnos ante todo quiere decir pedir perdón por la distancia que hemos interpuesto entre nosotros y el Evangelio, entre nosotros y el Señor Jesús. Y el Señor concede su perdón mostrando abiertamente ante nuestros ojos su visión, la misma que vio Isaías: un mundo donde "Serán vecinos el lobo y el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá. La vaca y la osa pacerán, juntas acostarán sus crías, el león, como los bueyes, comerá paja. Hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid, y en la hura de la víbora el recién destetado meterá la mano. Nadie hará daño, nadie hará mal en todo mi santo Monte, porque la tierra estará llena de conocimiento de Yahvé". Es un mundo vaciado de violencia y lleno de benevolencia y amistad. Es el Reino de Dios que suplanta al reino triste y violento de nuestro mundo, donde los hombres siguen combatiéndose, donde la violencia del terrorismo siembra angustia, donde un pueblo se abalanza contra el vecino, donde una parte de la misma nación se enfrenta a la otra, donde cada uno se encierra en su egocentrismo y solo se preocupa de defender sus intereses.
Necesitamos el Adviento de Dios y de su reino. Y Dios viene, mejor dicho, está a las puertas. Esta es la buena noticia de la Navidad y tiene el rostro de un niño. Sí, el Niño de Belén nos guiará hacia el reino. Si lo leemos con amor, el pequeño libro del Evangelio nos iluminará y nos guiará. El Espíritu Santo que hoy se derrama sobre nuestros corazones es como un fuego: calentará nuestro corazón para que ya no seamos esclavos del egoísmo; guiará nuestros pasos para que no estemos dando vueltas siempre solo alrededor de nosotros mismos, sostendrá nuestras manos para que las extendamos para ayudar a quien lo necesita; robustecerá nuestros pies para que recorramos los caminos del amor; iluminará nuestra mente para que reconozcamos las cosas verdaderas y hermosas de la vida.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.