ORACIÓN CADA DÍA

Vigilia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Vigilia del domingo


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Quien vive y cree en mí
no morirá jamas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 17,10-13

Sus discípulos le preguntaron: «¿Por qué, pues, dicen los escribas que Elías debe venir primero?» Respondió él: «Ciertamente, Elías ha de venir a restaurarlo todo. Os digo, sin embargo: Elías vino ya, pero no le reconocieron sino que hicieron con él cuanto quisieron. Así también el Hijo del hombre tendrá que padecer de parte de ellos.» Entonces los discípulos comprendieron que se refería a Juan el Bautista.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Si tú crees, verás la gloria de Dios,
dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Evangelio nos narra el breve diálogo que tuvo lugar entre Jesús y los discípulos después de la transfiguración, mientras descendían del Tabor. La conversación versaba sobre uno de los protagonistas de la visión, el profeta Elías. Los discípulos estaban cada vez más convencidos de que Jesús era el Mesías. Sin embargo, los escribas seguían sosteniendo que antes que el Mesías debería venir Elías. En efecto, en el libro del profeta Malaquías se dice: "Voy a enviaros al profeta Elías antes de que llegue el Día de Yahvé, grande y terrible. Él reconciliará a los padres con los hijos y a los hijos con los padres, y así no vendré a castigar la tierra con el anatema" (Ml 3, 23). Jesus confirma a los discípulos esta profecía, pero explica que Elías ya ha venido. No solo eso, sino que su misma suerte ("hicieron con él cuanto quisieron") preanuncia la del Hijo del hombre. Sin embargo, la gente no lo ha reconocido, es más, lo ha rechazado. Los discípulos comprenden que Jesús está hablando del Bautista. Y no plantean más cuestiones, comprendiendo cada vez más claramente que el extraordinario Maestro que tienen delante es el Mesías. Este pasaje evangélico nos sugiere que necesitamos a alguien que prepare también el camino para el Señor que viene, que sea una voz que grite fuerte en el desierto de este mundo y de nuestros corazones que hay alguien que nos ama. En efecto, muchas veces nuestro egocentrismo nos obceca los ojos y el corazón. Siempre se necesita a un profeta, Elías, un hermano o una hermana, que hable a nuestros oídos y que toque nuestro corazón para que nos abramos para acoger al Señor. Entonces, Elías es la Palabra de Dios predicada, es la profecía que todavía hoy continúa. Y su palabra, como escribe el Eclesiástico, es: "como un fuego, su palabra quemaba como antorcha" (48, 1). El rapto de Elías, llevado al cielo en un carro de fuego, quiere significar que la profecía de Dios no muere sino que continúa todavía hoy en los muchos testigos que, con la palabra y el ejemplo, siguen predicando la urgencia del amor de Dios y de los hermanos. A todos nosotros se nos pide no cerrar los ojos y ver los "signos de Dios", no cerrar los oídos y escuchar el Evangelio, no cerrar el corazón y abrirlo al Señor que viene a nacer en medio de nosotros.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.