ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

II del tiempo de Navidad
Recuerdo de los santos Basilio el Grande (330-379), obispo de Cesarea y padre del monaquismo en Oriente, y Gregorio Nacianceno (330-389), doctor de la Iglesia y patriarca de Constantinopla.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

La liturgia de hoy nos sumerge de nuevo en el misterio de Navidad. Para nosotros es fácil olvidar, dejarse llevar por los ritmos de nuestra vida y dejarse dominar por ellos. Y quizá en estos días no hemos estado atentos como María, que "conservaba en el corazón todo lo que sucedía" alrededor de Jesús. El "clima natalicio", desgraciadamente, no siempre ayuda a comprender, y sobre todo a vivir, el misterio de Navidad. Es el misterio del origen de nuestra salvación, y sin embargo corremos el riesgo de esconderlo hasta el punto de hacerlo ineficaz para nuestra vida y la del mundo. Pasa lo mismo con los habitantes de Belén. También hoy la verdadera Navidad puede pasar sin que la mayoría se dé cuenta. Además, en aquel tiempo la Navidad no tuvo lugar en el clamor de la ciudad, sino en el silencio. Escribe el libro de la Sabiduría: "Cuando un silencio apacible lo envolvía todo y la noche llegaba a la mitad de su carrera, tu palabra omnipotente se lanzó desde los cielos" (Sb 18, 14-15).
Jesús vino al mundo como todo niño, y sin embargo en ese nacimiento se consumaba la realidad más alta. Podemos decir que Dios continuaba, más aún, aumentaba su amor por nosotros y por el mundo. Después de habernos amado con la creación, nos ha amado más radicalmente con la redención. Diríamos que es un movimiento descendente, un movimiento de descenso total hacia nosotros. Parece como si Dios no conservase nada de sí mismo para estar junto a nosotros. Es una especie de viaje de Dios fuera de sí mismo. ¡Cuánto cambiaría nuestra vida si tan solo comprendiésemos un poco de su amor! El libro de la Sabiduría y el Evangelio de Juan, aunque con puntos de vista y acentos diferentes, describen este misterioso viaje de Dios que sale de sí mismo para ir al encuentro de los hombres. La Sabiduría que "sale de la boca del Altísimo" y que todo lo sostiene prepara el prólogo de Juan, que afirma: "En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios... Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada". En la plenitud de la eternidad de Dios resuena la palabra divina, creadora del mundo y reveladora de su gran amor por los hombres. Es el momento de la creación, que podemos imaginar como la primera etapa de este viaje de Dios fuera de sí mismo. Toda la creación respira el amor del Señor: "Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos; el día al día comunica el mensaje, la noche a la noche le pasa la noticia", canta el salmo 19.
Pero el viaje continúa, parece decir el texto sapiencial, la Sabiduría recibe una orden: "Pon tu tienda en Jacob, sea Israel tu heredad... Así me establecí en Sión. En la ciudad amada me hizo descansar". La pequeña ciudad de Sión y la modesta nación de Jacob se convierten en la morada de Dios en la tierra; la imagen de la tienda, el último y definitivo descenso de Dios entre los hombres. La Carta a los Hebreos resume con eficacia esta compañía de Dios al hombre: "Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo" (Hb 1, 1-2). El Verbo que estaba con Dios ha entrado en la historia tomando nuestra misma "carne", viviendo nuestros mismos días. Y lo ha hecho para amarnos.
Pero, ¿a qué se debe este viaje de Dios hacia nosotros? Se podría responder que Dios tiene una gran ambición para nosotros: nos quiere santos e inmaculados, y nos ha elegido incluso antes de la creación. Escribe Pablo: "El Padre nos ha elegido en él (Cristo) antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor". Es una gran elección, para nada banal y modesta, que nos precede; es un antes absoluto que va más allá de cualquier mérito nuestro. Dios Padre, pensando en Jesús podríamos decir que nos tenía en mente también a nosotros, para que fuésemos como él "santos e inmaculados". Pero no se trata simplemente de una bondad moral, es decir de pensar en hombres y mujeres que se comporten de forma correcta y honesta. Pablo describe un hombre nuevo, una mujer nueva, absolutamente diferentes del hombre viejo, Adán, que confiaba hasta tal punto en sí mismo y en sus fuerzas que creyó poder prescindir de Dios. Ser "santos e inmaculados" quiere decir "ser hijos", confiar totalmente en Dios y no en uno mismo, vivir de Dios y de su voluntad, no de nosotros mismos y nuestros caprichos. Hijos, precisamente, como Jesús. Navidad, en su significado más verdadero, significa renacer, es decir, volver a ser hijos de Dios y reconocerse como tales. "Pero, ¿cómo renacer cuando se es ya viejo?", nos preguntamos con Nicodemo. La respuesta es simple: escuchando el Evangelio. En la noche de Navidad y en este domingo se nos abre la primera página del Evangelio, la del nacimiento de Jesús. A partir de esta primera página podemos recomenzar, empezar de nuevo a escribir nuestra vida. Y creceremos día tras día -como el niño Jesús- si vamos recorriendo página a página el pequeño libro del Evangelio, tratando de ponerlo en práctica. En Navidad el Verbo se ha hecho carne; por ello el Evangelio debe convertirse en nuestra vida, nuestra carne, a lo largo de todos nuestros días. En el año que se nos presenta, domingo a domingo, el Señor nos regalará fielmente el Evangelio en la sagrada liturgia. No tengamos miedo de acogerlo, no temamos. No nos robará la vida, los afectos, la dicha; al contrario, el Evangelio dona a quien lo acoge el amor, la paz y la alegría.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.