ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

IV del tiempo ordinario
Recuerdo de la muerte de Gandhi. Con él recordamos a todos los que, en nombre de la no-violencia, trabajan por la paz.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

Con el Evangelio del cuarto domingo del tiempo ordinario comienza la lectura de la gran composición de Mateo que se extiende a lo largo de tres capítulos enteros, del quinto al séptimo. Se trata del famoso "Discurso de la Montaña", la carta magna del discípulo. Mateo quiere dar a este mensaje un realce especial: hace subir a Jesús sube a un monte, el lugar por excelencia desde donde Dios enseña, como para sugerir un paralelo entre la antigua y la nueva alianza entre Dios y su pueblo. La primera fue ratificada con la ley dada a Moisés en el Sinaí; la segunda es sellada con esta nueva ley proclamada en el monte de las bienaventuranzas. En el Evangelio que escuchamos el domingo pasado habíamos visto a los primeros discípulos y las primeras multitudes reunirse en torno a Jesús. Eran hombres y mujeres conquistados por palabras diferentes a las que normalmente se escuchaban. En efecto, Jesús no enseñaba como lo hacían habitualmente todos los demás maestros de su tiempo (y los había por todas partes): él hablaba "con autoridad", señala el evangelista al final del discurso de la montaña. Era la autoridad de quien venía en medio de los hombres para servir y no para ser servido, de quien estaba dispuesto a amar el Evangelio incluso más que su propia vida. Y la gente que iba a escucharle percibía estas cosas, podía palpar la verdad y la concreción de aquellas palabras. Era gente a menudo cansada y enferma, pobre y mendicante, unas veces violenta y orgullosa, otras veces desesperada.
Jesús los tenía ante sus ojos desde hacía ya varios días; podemos imaginarle mientras mira a aquellos hombres y mujeres que le siguen incluso a costa de sacrificios: les pregunta, les escucha, ha aprendido el nombre de algunos, pero sobre todo conoce, si no sus historias ciertamente sus preguntas y sus necesidades. Siente compasión por ellos. Y es precisamente en este fuerte sentimiento de compasión donde se encuentra la razón de esta escena evangélica. Viendo aquella gente cansada y extenuada, Jesús sube al monte y empieza a hablar; como hoy, como cada domingo en que el Evangelio sube al púlpito y nos habla. Y comienza hablando sobre la felicidad. ¿Quién es feliz? ¿Quién es realmente bienaventurado? El profeta de Nazaret quiere proponerles su idea de felicidad y de bienaventuranza. Los salmos habían acostumbrado a los creyentes de Israel al sentido de bienaventuranza: "Dichoso el hombre que pone en el Señor su confianza, dichoso el que cura del débil, dichoso el que confía en el Señor". Ese hombre podía considerarse feliz.
Jesús continúa en esta línea y afirma que son dichosos los hombres y las mujeres pobres de espíritu (y no quiere decir ricos de hecho, sino pobres espiritualmente), y también son dichosos los misericordiosos, los afligidos, los mansos, los hambrientos de justicia, los puros de corazón, los perseguidos a causa de la justicia, y también los que son insultados y perseguidos a causa de su nombre. Aquellos discípulos no habían escuchado nunca palabras semejantes; y a nosotros que las escuchamos hoy nos parecen muy lejanas, de nosotros y de nuestro mundo. Son en verdad palabras irreales; sí, se podría decir también que son hermosas, pero ciertamente imposibles. Y sin embargo para Jesús no es así. Él quiere para nosotros una felicidad verdadera, plena, robusta, que resista a los cambios de humor y no sometida a los ritmos de la moda o a las exigencias del consumo. En realidad, lo que deseamos es vivir un poco mejor, un poco más tranquilos, y nada más. Realmente no deseamos ser "dichosos". Por ello la bienaventuranza se ha convertido en una palabra extraña, demasiado plena, excesiva; es una palabra tan fuerte y tan intensa que resulta demasiado diferente de nuestras a menudo insignificantes satisfacciones. Esta página evangélica nos arranca de una vida banal para conducirnos hacia una vida plena, hacia una alegría más profunda. Las bienaventuranzas no son demasiado elevadas para nosotros, como no lo eran para aquella primera multitud que las escuchó. Tienen un rostro verdaderamente humano: el rostro de Jesús. Él es el hombre de las bienaventuranzas, el pobre, el manso y el que tiene hambre de justicia, el apasionado y el misericordioso, el hombre perseguido y asesinado. Miremos a este hombre y sigámosle: también nosotros seremos dichosos.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.