ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

El Evangelio de la Transfiguración describe cuanto sucede durante toda Liturgia Eucarística dominical. Tras los seis días laborables Jesús nos reúne y nos conduce a un lugar apartado, a un lugar "alto". Necesitamos subir un poco más alto, no para huir o evadirnos para que después todo quede como antes. En la Liturgia contemplamos una forma distinta de vivir, de sentir, de comportarse; y mientras contemplamos las cosas del cielo somos hechos partícipes y transformados interiormente; nos convertimos en aquello que vemos. No subimos al monte solos o por nuestra iniciativa, es el Señor quien nos llama y nos conduce. Escribe el evangelista que "toma Jesús consigo" a los tres discípulos. "Tomar consigo" es el deseo de siempre de Jesús; en el Evangelio de Juan este deseo se transforma en oración: "Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria" (Jn 17, 24). Es justo lo que ocurre sobre el Tabor, lo que acontece sobre el monte de la Santa Liturgia. A los discípulos de entonces y de ahora se les presenta un acontecimiento verdaderamente fuera de lo común, lejano de los escenarios habituales. "Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz", señala el evangelista. Pedro, fascinado por esta luz, toma la palabra y propone hacer tres tiendas.
Está claro su deseo de permanecer allí en compañía de Jesús, Moisés y Elías. Pero le interrumpe una voz -este es el centro del episodio- que surge de una nube, también ella luminosa, que los envuelve a todos: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle". De la nube que envuelve el libro santo de las Escrituras sale también para nosotros, como lo hizo para Pedro, Santiago y Juan, la voz del Señor. "¡Escuchad el Evangelio!", podríamos traducir; es la Palabra más preciosa, más clara, más luminosa que el Señor nos ha regalado. Pedro se da cuenta de que aquel Jesús que está frente a él es mucho más de lo que los discípulos habían comprendido hasta ese momento. Ese Jesús, junto al que hacía tiempo que caminaba, y al que quizá admiraban por su valentía, ese Jesús es mucho más de lo que habían pensado. Se encontraron aquellos tres, de repente, como inmersos en una aventura más seria y profunda de lo que habían creído.
Así es para nosotros el Evangelio: si lo acogemos seremos arrastrados a una aventura nueva, más grande y hermosa de lo que nos podamos imaginar. Pedro toma la palabra y exclama: "¡Señor, bueno es estarnos aquí!" Quiere permanecer allí; quizá piensa que el amor es un momento extraordinario que vivir, solo una aventura especial que prolongar, una experiencia totalizadora que buscar y conservar. Pero le llega una voz: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle". Sí, con el Señor el amor no es un momento mágico sino un rostro, un hombre que camina con nosotros. Es el rostro más humano, el que vislumbramos cuando se proclama el Evangelio; es su cuerpo que se deja partir para alimentar el corazón; es el rostro humano, débil, concreto, que contemplamos en los pobres. Y es de verdad hermoso para nosotros poder gozar de esta luz; es hermoso que los hermanos estén junto a nosotros; es hermoso que los ancianos y los jóvenes, los sanos y los enfermos, disfruten del mismo amor. Es hermoso porque ninguno puede apropiarse de esa luz.
La santa liturgia es hermosa porque refleja la fuerza luminosa del amor de Dios. Jesús dice a sus discípulos que habían caído rostro en tierra, como aplastados por su propia pequeñez: "Levantaos, no tengáis miedo". En efecto, la vida puede volverse hermosa, llena de sentido, luminosa como la de quien ama. No tengamos miedo: el rostro de ese amigo que es Jesús, que transforma los corazones y el mundo, permanece con nosotros. Mirémoslo, reconozcámoslo, escuchémoslo. Cambiar la propia vida significa escucharle a él y no a nuestras razones y costumbres. Él ha vencido la muerte y ha hecho resplandecer la vida, es luz de amor que no se consume y que ilumina nuestros ojos; es una luz que se transmite. Jesús "ha destruido la muerte y ha hecho irradiar vida", escribe el apóstol Pablo. Todo resplandece y adquiere color con el amor. Es hermoso contemplar su rostro, belleza del hombre amado y que ama. Y la vida amada resucita.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.