ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de la Madre del Señor
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Madre del Señor


Lectura de la Palabra de Dios

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

El Espíritu del Señor está sobre ti,
el que nacerá de ti será santo.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

Juan 5,1-16

Después de esto, hubo una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Hay en Jerusalén, junto a la Probática, una piscina que se llama en hebreo Betesda, que tiene cinco pórticos. En ellos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos, paralíticos, esperando la agitación del agua. Porque el Ángel del Señor bajaba de tiempo en tiempo a la piscina y agitaba el agua; y el primero que se metía después de la agitación del agua, quedaba curado de cualquier mal que tuviera. Había allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo. Jesús, viéndole tendido y sabiendo que llevaba ya mucho tiempo, le dice: «¿Quieres curarte?» Le respondió el enfermo: «Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua; y mientras yo voy, otro baja antes que yo.» Jesús le dice: «Levántate, toma tu camilla y anda.» Y al instante el hombre quedó curado, tomó su camilla y se puso a andar. Pero era sábado aquel día. Por eso los judíos decían al que había sido curado: «Es sábado y no te está permitido llevar la camilla.» El le respondió: «El que me ha curado me ha dicho: Toma tu camilla y anda.» Ellos le preguntaron: «¿Quién es el hombre que te ha dicho: Tómala y anda?» Pero el curado no sabía quién era, pues Jesús había desaparecido porque había mucha gente en aquel lugar. Más tarde Jesús le encuentra en el Templo y le dice: «Mira, estás curado; no peques más, para que no te suceda algo peor.» El hombre se fue a decir a los judíos que era Jesús el que lo había curado. Por eso los judíos perseguían a Jesús, porque hacía estas cosas en sábado.

 

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

He aquí Señor, a tus siervos:
hágase en nosotros según tu Palabra.

Gloria a ti, oh Señor, sea gloria a ti

El evangelista Juan, que guiará nuestros pasos en los próximos días, nos lleva a Jerusalén, junto a una piscina llamada Betesda ("casa de la misericordia"). Era un lugar considerado sagrado y milagroso, tanto que a sus márgenes se reunían ciegos, cojos, tullidos y paralíticos, en espera de un ángel que agitase el agua. No bastaba simplemente con el agua, era necesario que el ángel la agitase, podríamos decir que la Palabra de Dios soplase para hacer de aquel lugar una verdadera casa de misericordia. Con frecuencia la tradición cristiana ha imaginado la Iglesia, o mejor dicho la comunidad de creyentes, como una fuente siempre abierta que acoge a todos sin distinción alguna. Son hermosos algunos iconos que pintan a María junto a una fuente de la que beben los pobres y los débiles, o la imagen evocada por Juan XXIII, al que le gustaba comparar la Iglesia con la fuente del pueblo, a la que todos se acercan para calmar su sed. Esta piscina es un ejemplo en el que nuestras comunidades deben inspirarse; no es un lugar mágico, ya que necesita siempre la presencia de un ángel. Había un paralítico que llevaba allí treinta y ocho años -hoy lo definiríamos como un enfermo "crónico", como a menudo se denomina con frialdad a quien ya no tiene esperanza de cura. Esperaba allí a que alguien, un ángel precisamente, lo ayudase. Sin embargo ya había perdido la esperanza. Entonces pasa Jesús; sus ojos se cruzan con los del paralítico y le pregunta: "¿Quieres recobrar la salud?" Era quizá el primero que se paraba para darle un poco de esperanza. Finalmente ya no estaba solo; de esta cercanía nueva renace la esperanza. El interés de Jesús le abre el corazón, y confía a aquel amigo inesperado la profunda amargura de tantos años de desilusiones. Cuando se está solo es difícil curarse. ¡Cuántos son abandonados todavía hoy precisamente en el momento de mayor debilidad! Con Jesús llega el verdadero ángel que mueve el corazón y los miembros de aquel hombre, de todo hombre. Le dice: "Levántate, toma tu camilla y anda". Quizá también nosotros deberíamos escuchar estas palabras y levantarnos de nuestro egoísmo para convertirnos en "ángeles" de todos aquellos que necesitan ayuda y consuelo.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.