ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

Esta página evangélica que hemos escuchado es de las que muestran la fuerza y la grandeza del amor de Jesús. Él se encuentra lejos del pueblo de Marta, María y Lázaro, cuando le llega la noticia de la muerte de su amigo. Jesús tenía muchos problemas para volver a Judea, a causa de las amenazas recibidas, pero decide a pesar de todo ir a casa del amigo; no se queda lejos del sufrimiento y del drama de la vida. La amistad para Jesús es verdaderamente profunda, constante. ¡Cuántas veces, en cambio, los hombres huyen ante el sufrimiento de los demás, añadiendo así al drama del mal la amargura de la soledad! No podemos dejar de pensar en tantos hombres y mujeres sobre los que todavía hoy hay puesta una pesada piedra. Unas veces son pueblos enteros oprimidos por la fría y pesada losa de la guerra, del hambre, la soledad, la tristeza, la desgracia, el prejuicio. Son todas ellas piedras tristes y pesadas, que no les han caído por casualidad o por un amargo destino; han sido puestas por los hombres, y a menudo se da como una carrera cruel para excavarle la fosa al otro y cerrarla con una pesada piedra.
Los discípulos de Jesús, también hoy, prefieren con demasiada frecuencia mantenerse lejos de tantos Lázaros sepultados y oprimidos. Quizá también ellos, como Marta, dirigen a Jesús un discreto reproche: "Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano". Es como decir: "Si tú, Señor, hubieras estado cerca, no habría sucedido esa desgracia", o "si hubieras estado junto a aquel pueblo, no habrían ocurrido tales exterminios", y otras por el estilo. Pero el Evangelio nos dice que no es Jesús quien se queda lejos, sino los hombres. Y a veces se impide incluso a Jesús que se acerque. Preguntémonos sobre todo: ¿Dónde estamos nosotros, mientras millones de personas mueren de hambre? ¿Dónde estamos nosotros mientras millones de personas están solas y abandonadas en los hospitales? ¿Dónde estamos nosotros mientras cerca y lejos hay gente que muere sola, que sufre sin que alguien se dé cuenta? Y se podría continuar... Pues bien, junto a ellos encontramos a Jesús.
Solo él está allí, y llora por estos amigos suyos abandonados, como lloró por Lázaro. Le sucederá también a él en unos días, en Getsemaní, cuando se quedará solo y por la angustia sudará sangre. Jesús está solo delante de Lázaro, esperando contra todo y contra todos; incluso las hermanas tratan de disuadirlo cuando pide que abran la tumba: "Señor, ya huele; es el cuarto día", le dice Marta. Sí, ya huele; como huelen los pobres, o los campos de refugiados con centenares de miles de personas, o todos aquellos sobre los que se abate la maldad de los hombres. Pero Jesús no se detiene, su afecto por Lázaro es mucho más fuerte que la resignación de las hermanas, mucho más sabio que la misma sensatez y que la misma evidencia de las cosas. El amor del Señor no conoce fronteras, ni siquiera las de la muerte; quiere lo imposible. La tumba, pues, no es la morada definitiva de los amigos de Jesús. Por ello grita: "¡Lázaro, sal fuera!" El amigo oye la voz de Jesús, como está escrito: "Las ovejas le siguen, porque conocen su voz", y también: "A sus ovejas las llama una por una y las saca fuera" (Jn 10, 3). Y en el profeta Ezequiel: "Voy a abrir vuestras tumbas; os haré salir de vuestras tumbas, pueblo mío" (37, 12).
Lázaro escucha y sale. Jesús no habla a un muerto sino a un vivo que duerme; quizá por eso grita. Y pide a los demás que desaten las vendas del amigo. Al desatar a Lázaro "muerto" Jesús nos desata a cada uno de nosotros de nuestro egoísmo, nuestra frialdad e indiferencia, de la muerte de los sentimientos. Cuenta una antigua tradición oriental que Lázaro, una vez resucitado, no comió otra cosa que dulces, indicando así que la vida donada por el Señor es dulce, bella, que los sentimientos que el Señor deposita en el corazón son fuertes y tiernos, robustos y cariñosos, y vencen toda amargura y aspereza. "Yo soy la resurrección y la vida", dijo el Señor. En su Evangelio, en su cuerpo, la vida resucita. "Quitad la piedra": Jesús abre el lugar de la muerte, no tiene miedo de nuestra debilidad, de nuestro pecado, que hace alejarse a los hombres tibios, prontos a eludir las dificultades y los sufrimientos de la vida. "¡Lázaro, sal fuera!": Jesús llama a cada uno por su nombre. El nombre significa toda la vida de una persona; él la defiende del mal. Su amor es personal. Hoy la amistad de Dios, que vemos reflejada en la amistad que él genera entre los hombres, invita nuevamente a la alegría a unos corazones y un mundo confinados en sepulcros. Lázaro anticipa la Pascua, cuando Jesús, amigo de cada hombre que sufre, será él mismo aplastado por el mal. ¿Sabremos nosotros ser amigos suyos y conmovernos por él? Esta es la decisión de la Cuaresma.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.