ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 6,35-40

Les dijo Jesús: «Yo soy el pan de la vida.
El que venga a mí, no tendrá hambre,
y el que crea en mí, no tendrá nunca sed. Pero ya os lo he dicho:
Me habéis visto y no creéis. Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí,
y al que venga a mí
no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo,
no para hacer mi voluntad,
sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado;
que no pierda nada
de lo que él me ha dado,
sino que lo resucite el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre:
que todo el que vea al Hijo y crea en él,
tenga vida eterna
y que yo le resucite el último día.»

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Evangelio de hoy retoma la frase final del pasaje evangélico que escuchamos ayer. Es una afirmación que recuerda a las del Antiguo Testamento y que hablan del banquete mesiánico que el Señor preparó para su pueblo. Finalmente se hacía realidad la promesa del Señor. Pero Jesús daba respuesta también al hambre de salvación que está escondida en el corazón de los hombres: hambre de sentido, hambre de una vida que no termina con la muerte y que lleva a la felicidad plena. Jesús era la respuesta llegada del cielo, y todos podían acogerla. A pesar de todo, el Evangelio constata con amargura que muchos, aun viendo los signos que hacían, no abren su corazón para acoger su palabra. Y no obstante, Jesús "no echaba fuera a nadie". Hacía falta muy poco para que se produjera el milagro. Eso es lo que pasó con los cinco panes de cebada. Y todo el que se acercaba era acogido: bastaba llamar, aunque fuera débilmente para recibir respuesta. "Al que venga a mí no lo echaré fuera", continúa diciendo. ¿Acaso no había dicho a la gente que lo seguía: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso"? Había bajado del cielo precisamente para eso: la voluntad del Padre que lo había enviado es que Él no perdiera nada de cuanto le había confiado. Debía reunir a todos. Por eso en otra ocasión dice: "Yo soy el buen pastor". Había venido para reunir a los que estaban dispersos y para llevarlos al reino. Salvar a todo el mundo, no dejar perder a nadie es el esfuerzo continuo del Señor, que no duda en correr peligros y pasar por caminos accidentados para salvar a aquella única oveja perdida. Fue su preocupación constante. Y lo sigue siendo a través de la Iglesia: salvar a todos los hombres. Esta ansia misionera debería ser mucho más evidente en nuestros días y deberían participar de ella todos los discípulos. Por desgracia estamos tan cerrados en nosotros mismos que no comprendemos esta pasión que es el mismo corazón de la misión de Jesús. Cada uno de nosotros debería dejarse arrastrar por esta pasión evangélica. Jesús hoy nos recuerda también a nosotros que la voluntad de Dios -aquella voluntad que tantas veces buscamos de manera equivocada- es esta: "que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día". Es una promesa que se hace realidad en nosotros mismos mientras gastamos nuestra vida no para nosotros mismo sino para los demás. Como hizo Jesús.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.