ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

El Evangelio que se nos ha anunciado nos vuelve a situar en la Última cena de Jesús con los discípulos. Jesús estaba a punto de dejarles -dentro de poco también nosotros celebraremos la Ascensión al cielo- y quería que los discípulos entendieran hasta el fondo las exigencias del Evangelio: no bastaban las palabras, hacían falta gestos concretos, y él les dio el primer ejemplo. Los vio tristes mientras les decía: "Ya poco tiempo voy a estar con vosotros" (Jn 13, 33). ¿Cómo no iban a estar tristes? Se iba aquel por el que lo habían dejado todo: casa, tierra, afectos, trabajo... Jesús intentó tranquilizarles: "No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí". Ya se lo había dicho otras veces: "El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado" (Jn 12, 44). Con estas palabras Jesús confirmaba de nuevo que elegir a Dios era lo mismo que elegirle a Él. Si tradujéramos literalmente el texto deberíamos decir: "Cuando alguien me manifiesta su adhesión, no me la manifiesta a mí, sino al que me ha enviado". Los discípulos lo habían intuido aunque no lo hubieran comprendido bien. Era necesario explicarlo una vez más, sobre todo en aquel momento de despedida, porque precisamente ese era -y es- el motivo que iba a dividir a los hombres. Se trataba de entender la singularísima relación entre Jesús y el Padre. Aquella primera, pequeña y frágil comunidad, por la que Jesús había trabajado y sufrido, no debía entristecerse. Y les explicó por qué.
Él es el primero que no quiere separarse de ellos; y se lo hace entender de inmediato: "Voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros". Jesús está hablando de la "casa del Padre". Esta vez no se refiere al templo (Jn 2, 16), sino al Reino de Dios, al Paraíso, al lugar donde veremos a Dios "cara a cara". Y no solo eso; Jesús añade que ellos ya conocen el camino para llegar allí. Tomás, al oír esas palabras, estalla: "Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?". Jesús contesta: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí". En este momento interviene Felipe: "Muéstranos al Padre y nos basta". Jesús reanuda su discurso con un agrio reproche: "¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre". Aquí tocamos el corazón del Evangelio y de la misma fe cristiana. Y tal vez de toda búsqueda religiosa. Sí, ¿dónde buscar a Dios? ¿Dónde encontrarlo? El apóstol Juan, en su primera carta, dice: "A Dios nadie le ha visto nunca" (4, 12), es Jesús, quien nos lo ha revelado. Eso significa que si queremos "ver" el rostro de Dios, basta con ver el de Jesús; si queremos conocer el pensamiento de Dios basta con conocer el pensamiento de Jesús, el Evangelio; si queremos comprender la voluntad de Dios basta con ver cuál es la voluntad de Jesús. En definitiva, los cristianos no tienen otra imagen de Dios que la de Jesús. Nuestro Dios tiene los rasgos de Jesús, el rostro de Jesús, el amor de Jesús, la misericordia de Jesús. El Paraíso es Jesús; mirando a Jesús vemos a Dios "cara a cara".
Y vemos el rostro de un Dios que es tan poderoso que cura enfermos, pero también el rostro de un niño que al poco de nacer tiene que huir para evitar la muerte; vemos a un Dios que hace resucitar de la muerte pero que se conmueve y llora por su amigo muerto. Es el rostro de un Dios lleno de misericordia que camina por nuestras calles no para condenar y castigar, sino más bien para curar y sanar, para sostener y consolar, para ayudar a quien lo necesite. ¿Quién no necesita a un Dios así? Y al final de la perícopa Jesús parece realmente exagerar: "el que crea en mí, hará él las obras que yo hago, y hará mayores aún". No, no es la típica exageración de Jesús. Es más bien la ambición que tiene por sus discípulos de todos los tiempos, la ambición que tiene también por nosotros. Continuar amando como él amó y obrando como él obró. Así es la Iglesia que necesita el mundo; así son los discípulos que necesita nuestra ciudad. Ese es el don que Jesús nos hace hoy también a nosotros.Oración del día del Señor

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.