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Recuerdo de san Felipe Neri (1515-1595), "apóstol de Roma" Leer más

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Recuerdo de san Felipe Neri (1515-1595), "apóstol de Roma"


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Juan 15,9-11

Como el Padre me amó,
yo también os he amado a vosotros;
permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor,
como yo he guardado los mandamientos de mi Padre,
y permanezco en su amor. Os he dicho esto,
para que mi gozo esté en vosotros,
y vuestro gozo sea colmado.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús, continuando el discurso a los discípulos en la última cena, confiesa abiertamente la naturaleza de su amor: "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros". Jesús no se siente debilitado cuando dice que querer a los discípulos es fruto de un amor más grande, como por el contrario sí pensamos nosotros, pues cegados por la necesidad de mostrarnos originales y de no depender de nadie, nos avergonzamos de admitir que nuestra felicidad depende del amor de otro que es más grande que nosotros. Es decir, que todo, incluso el amor, debe ser mío, debe empezar por mí. Jesús, al contrario, demuestra que su amor por los discípulos empieza en el Padre. De esa convicción nace la invitación a los discípulos para que permanezcan unidos a él, como sarmientos, como hombres y mujeres humildes. Debemos darnos cuenta de que cuando preferimos quedarnos solos se secan nuestros sentimientos y se debilitan nuestros brazos hasta el punto de que terminamos por ser incapaces de preocuparnos y nos servimos solo a nosotros mismos. Signo de esta humildad es saber disfrutar la alegría de quien está a nuestro lado, como nos invita a hacer el Señor con él; y es también no poder ser felices si aquel que está a nuestro lado sufre por la necesidad o la tristeza, si es pobre, pasa hambre o siente dolor. La promesa de Jesús es de una alegría plena, no de pequeñas y pasajeras satisfacciones individuales. Y la conseguiremos toda entera si sabemos observar el mandamiento del amor que el Señor indicó a aquel joven rico que le preguntaba cuál es el camino para llegar a la vida eterna: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos; luego sígueme". Sí, la verdadera alegría está solo en amar como Jesús nos ha amado, es decir, gratuitamente y sin ponerse límites.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.