ORACIÓN CADA DÍA

Domingo de Pentecostés
Palabra de dios todos los dias

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Libretto DEL GIORNO
Domingo de Pentecostés

Homilía

"Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos con un mismo objetivo" (Hch 2, 1). Habían pasado cincuenta días desde la Pascua y ciento veinte seguidores de Jesús (los Doce con el grupo de los discípulos junto a María y las otras mujeres) estaban reunidos, como ya hacían habitualmente, en el cenáculo. Tras la Pascua, efectivamente, no habían dejado de reunirse para rezar, escuchar las Escrituras y vivir en fraternidad. Esta tradición apostólica no se ha interrumpido jamás, hasta hoy. No solo en Jerusalén, sino en muchas otras ciudades del mundo, los cristianos continúan reuniéndose "todos con un mismo objetivo" para escuchar la Palabra de Dios, para alimentarse del pan de la vida y para continuar viviendo juntos en la memoria del Señor.
Aquel día de Pentecostés fue decisivo para los discípulos a causa de los acontecimientos que se produjeron tanto dentro como fuera del cenáculo. Narran los Hechos de los Apóstoles que, por la tarde "de repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de viento, que llenó toda la casa en la que se encontraban" los discípulos; fue una especie de terremoto que se oyó en toda Jerusalén, hasta el punto de que convocó a mucha gente frente a aquella puerta para ver qué estaba pasando. Se vio en seguida que no se trataba de un terremoto normal. Se había producido una fuerte sacudida, pero no había caído nada. Desde fuera no se veían los "derrumbes" que se estaban produciendo dentro. Dentro del cenáculo, efectivamente, los discípulos experimentaron un auténtico terremoto, que aun siendo básicamente interior, se expandió visiblemente en todos ellos y por el entorno. Vieron "lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; se llenaron todos de Espíritu Santo y se pusieron a hablar en diversas lenguas". Fue para todos ellos -desde los Apóstoles, hasta los discípulos y las mujeres- una experiencia que los cambió profundamente.
Pero aquel terremoto interior que cambió el corazón de los discípulos tuvo reflejos también fuera. Aquella puerta cerrada se abrió y los discípulos empezaron a hablar a la gente que se había reunido. La larga y detallada enumeración de pueblos indica la presencia de todo el mundo: están todos los pueblos. Y mientras los discípulos de Jesús hablan, todos los entienden hablar en su propia lengua: "Les oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios", dicen asombrados. A partir de aquel día el Espíritu del Señor empezó a superar límites que parecían insuperables. Pentecostés ponía fin a Babel. El Espíritu Santo inauguraba un tiempo nuevo, el tiempo de la comunión y de la fraternidad. En Jerusalén -entre el cenáculo y la calle- empieza la Iglesia: los discípulos, llenos de Espíritu Santo, vencen su miedo y empiezan a predicar. Jesús les había dicho: "Cuando venga el Espíritu de la verdad, él dará testimonio de mí" (Jn 15, 13).
El Espíritu vino, y desde aquel día continúa guiando a los discípulos por los caminos del mundo. La soledad, la confusión, la incomprensión, la orfandad y la lucha fratricida ya no son inevitables en la vida de los hombres, porque el Espíritu ha venido para "renovar la faz de la tierra" (Sal 103, 30). El apóstol Pablo, en la carta a los Gálatas, exhorta a los creyentes a caminar "según el Espíritu, y no deis satisfacción a las apetencias de la carne... Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, ambición, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, comilonas y cosas semejantes" (Ga 5, 16-21). Y añade: "El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí" (Ga 5, 22). El mundo entero necesita esos frutos. Pentecostés es el inicio de la Iglesia. También sobre nosotros se infunde el Espíritu Santo para que salgamos de nuestras avaricias y de nuestras cerrazones y demos testimonio del amor del Señor y para que anunciemos su Evangelio a todas las criaturas hasta los extremos de la tierra.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.