ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

Fiesta de la Trinidad
Recuerdo de san Romualdo (950-1027), anacoreta y padre de los monjes camaldulenses.
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

La fiesta de la Trinidad, que el calendario litúrgico latino celebra tras el domingo de Pentecostés, abre el último y largo periodo que completa el año litúrgico. Es un tiempo llamado "ordinario" porque no tiene ningún recuerdo particular de la vida de Jesús, a quien hemos "visto" subir al cielo. Aun así, no es un tiempo menos significativo que el anterior. Es más, podríamos decir que la fiesta de la Santísima Trinidad proyecta su luz sobre todos los días que vendrán hasta el inicio del Adviento; es casi como si dilatara en el tiempo la costumbre que tenemos de empezar todas nuestras acciones -y todos nuestros días- en el "nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo". Si miramos un poco nuestras costumbres mentales, debemos decir que el misterio de la Trinidad en general se considera poco significativo para nuestra vida, para nuestro comportamiento. Poco importa, tanto en la doctrina de la fe como en la ética, que Dios sea Uno y Trino. Básicamente se considera un "misterio" que no logramos comprender.
La Santa Liturgia, reproponiendo este gran y santo misterio a nuestra atención, da respuesta a nuestra pequeñez y a nuestra inveterada distracción. He dicho "re-propone", porque este misterio, en realidad, está presente y acompaña toda la vida de Jesús, desde la Navidad. Es más, acompaña toda la historia de la humanidad, desde la misma creación, cuando "existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios", y "todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada" (Jn 1, 2-3), como escribe Juan en el prólogo de su Evangelio. El evangelista nos revela que ya el momento de la creación está radicalmente marcado por la comunión entre el Padre y el Hijo. Por eso podemos decir que toda realidad humana está hecha de comunión y para la comunión. ¿Por qué, después de haber creado al hombre, Dios dice: "no es bueno que el hombre esté solo"? La respuesta es sencilla: porque lo había creado "a su semejanza, según su imagen". Y Dios, el Dios cristiano (y debemos preguntarnos si muchos cristianos creen en el "Dios de Jesús"), no es un ser solitario, que está en lo más alto, poderoso y majestuoso. El Dios de Jesús es una "familia" de tres personas, que se quieren tanto -podríamos decir- que son una sola cosa. Pero no basta con eso. No se han quedado su alegría para ellos mismos. La han derramado sobre los hombres y las mujeres del mundo. Escribe Juan: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). Enviar al Hijo no es el resultado de ninguna obligación, sino que más bien es el fruto de una sobreabundancia de amor. La Trinidad no es más que este misterio sobreabundante de amor, que desde el cielo se ha vertido sobre la tierra superando fronteras, límites e incluso fes. Y es como una energía irrefrenable para quien la acoge. El Espíritu Santo empuja, arrastra hacia Dios, hacia la vida de Dios, que es plenitud de amor. La Trinidad, esta increíble "familia", ha decidido entrar en la historia de los hombres para llamar a todos a formar parte de ella. Ese es el horizonte final que el misterio de la Trinidad hoy desvela. Y ese horizonte es sin duda el reto más acuciante al que hoy debe hacer frente la Iglesia, o más bien, todas las Iglesias cristianas; y aún más, todas las religiones, todos los hombres. Es el reto de vivir en el amor, precisamente mientras parecen prevalecer las tendencias hacia el individualismo, la etnia, el clan, la nación, el grupo. La Trinidad supera los límites, y en cualquier caso, los relativiza hasta destruirlos. Es el reto de vivir en el amor.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.