ORACIÓN CADA DÍA

Liturgia del domingo
Palabra de dios todos los dias

Liturgia del domingo

Fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo Leer más

Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

La fiesta del Corpus Domini es expresión del antiguo y arraigado amor por la Eucaristía, por el cuerpo y la sangre del Señor. El apóstol Pablo escribe a los corintios: "Yo recibí del Señor lo que os transmití: que el Señor Jesús, la noche en que era entregado, tomó pan, dando gracias lo partió y dijo: ‘Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros’. Asimismo tomó el cáliz después de cenar, diciendo: ‘Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en memoria mía’". El mismo Señor exhorta a los discípulos de todos los tiempos a repetir en su memoria aquella santa cena. Y el apóstol añade: "Cada vez que coméis este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (1 Co 11,26). No es una cena más que se repite, tal vez cansinamente, como muchas veces corremos el riesgo de hacer. La Eucaristía que celebramos es siempre la Pascua que Jesús celebró. Esta es la gracia de la eucaristía: ser partícipes de la única Pascua del Señor.
La Iglesia custodia la concreción de las palabras de Jesús y venera en aquel pan y en aquel vino su cuerpo y su sangre, para que todavía hoy lo podamos encontrar. Podríamos añadir que en aquel pan y en aquel vino no está el Señor presente de cualquier modo, está presente como cuerpo "partido" y como sangre "derramada", es decir como aquel que pasa entre los hombres no protegiéndose a sí mismo sino dando toda su vida, hasta la muerte en cruz, hasta que desde su corazón salió "sangre y agua". No protegió nada de sí mismo. No se quedó nada para él mismo, hasta el final. Aquel cuerpo partido y aquella sangre derramada son de escándalo para cada uno de nosotros y para el mundo, acostumbrados como estamos a vivir para nosotros mismos y a quedarnos para nosotros todo lo que podemos de nuestra vida. El pan y el vino, que se nos muestran varias veces durante la santa liturgia, contrastan con el amor por nosotros mismos, con la atención escrupulosa que tenemos por nuestro cuerpo, con el meticuloso esmero que ponemos para ahorrarnos esfuerzos. Y a pesar de todo, los recibimos y continúan siendo partidos y derramados por nosotros, para que nos libremos de nuestras esclavitudes, para que se transforme nuestra dureza, para que desaparezca nuestra avaricia, para que mengüe el amor por nosotros mismos. El pan y el vino, al mismo tiempo que nos salvan de un mundo que se mira solo a sí mismo y está condenado a la soledad, nos reúnen y nos transforman en el único cuerpo de Cristo. El apóstol Pablo, reconociendo la riqueza de este misterio del que participamos, con severidad advierte que hay que acercarse a él con temor porque: "quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condena. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba el cáliz" (1 Co 11, 28). Pero tras ese examen ¿quién de nosotros puede acercarse? Sabemos que somos débiles y pecadores, tal como cantamos en el salmo: "Reconozco mi delito, mi pecado está siempre ante mí" (Sal 51, 6). Pero la liturgia viene a nuestro encuentro y pone en nuestros labios las palabras del centurión: "Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme". Una palabra tuya. Sí, es la Palabra del Señor, la que invita a acercarse a ella, es aquella palabra que da dignidad, porque es una palabra que perdona y cura. Podemos llegar a la mesa del Señor después de escuchar su Palabra, después de que esta haya purificado y avivado nuestro corazón. Se da así una especie de continuidad entre el pan de la palabra y el pan de la eucaristía. Es como un único comedor en el que el alimento es siempre el mismo: el Señor Jesús, que se ha hecho alimento para todos.

PALABRA DE DIOS TODOS LOS DÍAS: EL CALENDARIO

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.