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Recuerdo de los primeros mártires de la Iglesia de Roma durante la persecución de Nerón. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de la Iglesia

Recuerdo de los primeros mártires de la Iglesia de Roma durante la persecución de Nerón.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Yo soy el buen pastor,
mis ovejas escuchan mi voz
y devendrán
un solo rebaño y un solo redil.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 9,1-8

Subiendo a la barca, pasó a la otra orilla y vino a su ciudad. En esto le trajeron un paralítico postrado en una camilla. Viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: «¡ Animo!, hijo, tus pecados te son perdonados.» Pero he aquí que algunos escribas dijeron para sí: «Este está blasfemando.» Jesús, conociendo sus pensamientos, dijo: «¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir: "Tus pecados te son perdonados", o decir: Levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados - dice entonces al paralítico -: "Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa".» El se levantó y se fue a su casa. Y al ver esto, la gente temió y glorificó a Dios, que había dado tal poder a los hombres.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Les doy un mandamiento nuevo:
que se amen los unos a los otros.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús parece ir de una orilla a otra para acudir allí donde hay necesidad. Al volver a Cafarnaún le llevan a un paralítico postrado en una camilla, y lo ponen en el centro de la escena. Es un centro no solo físico sino de atención, de interés, de preocupación por aquel enfermo. Es una escena que nos indica hasta qué punto la atención por los débiles debe pasar por delante de la atención por uno mismo. El amor de aquellos amigos es de ese modo como el inicio del milagro. El evangelista invita a observarlo cuando afirma que Jesús decide intervenir al ver "la fe de ellos". Esta vez, sin embargo, antes de llevar a cabo la curación, le dice al paralítico palabras que nadie ha dicho jamás: "Tus pecados te son perdonados". Jesús no quiere insinuar que la enfermedad del paralítico se debiera a sus pecados. Pero sabe que los escribas sí lo piensan. La enfermedad física, efectivamente, era considerada una consecuencia directa de los pecados cometidos por la persona o por sus padres. Y llegados a este punto, incomprensiblemente, la escena se transforma en un debate teológico. Los escribas presentes, al oír estas palabras, piensan mal de Jesús, aunque no lo dicen, tal vez por miedo. Piensan que las palabras de Jesús son una blasfemia. Solo Dios, efectivamente, puede perdonar. Para ellos, no podía haber perdón sin la eliminación de la enfermedad física. Pero Jesús, que también lee los corazones, los desenmascara y les muestra hasta dónde llega su misericordia: "Levántate -le dice al paralítico-, toma tu camilla y vete a tu casa". El Señor hace en aquel enfermo un doble milagro: lo perdona de sus pecados y lo cura de la parálisis. De ese modo demuestra, también frente a sus interlocutores, que el perdón ha tenido aquel efecto que ellos esperaban. Así demostraba que había venido entre los hombres aquel que cura tanto el cuerpo como el corazón. Hoy también lo necesitamos nosotros. ¡Cuántos enfermos y pecadores no saben a quién ir! ¡Y qué pocos son los amigos que llevan a Jesús a quien necesita curación y cariño! Todos necesitan redescubrir la fuerza de Jesús tanto para curar el alma como para curar el cuerpo. Asimismo, también debe crecer la solidaridad cristiana alrededor de quien está enfermo. ¿No debemos redescubrir la fuerza de la oración también para la curación?

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.