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Memoria de los pobres
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Memoria de los pobres

Recuerdo de san Benito (+ 547), padre de los monjes de Occidente, a los que guía con la regla que lleva su nombre. Leer más

Libretto DEL GIORNO
Memoria de los pobres

Recuerdo de san Benito (+ 547), padre de los monjes de Occidente, a los que guía con la regla que lleva su nombre.


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Este es el Evangelio de los pobres,
la liberación de los prisioneros,
la vista de los ciegos,
la libertad de los oprimidos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 19,27-29

Entonces Pedro, tomando la palabra, le dijo: «Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué recibiremos, pues?» Jesús les dijo: «Yo os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. Y todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

El Hijo del hombre,
ha venido a servir,
quien quiera ser grande
se haga siervo de todos.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús pide a los discípulos un amor tan radical que sea capaz de superar el amor por los familiares. Solo aquellos que tienen un amor así son "dignos" del Señor. Hasta tres veces en pocas líneas se repite: "ser digno de mí". Pero ¿quién puede decir que es digno de acoger al Señor? Una sola mirada realista a la vida de cada uno basta para que nos demos cuenta de lo poco que somos y de nuestro pecado. Ser discípulo de Jesús no es ni fácil ni inmediato, y no es fruto del nacimiento o de la tradición. Uno es cristiano solo por decisión, no por nacimiento. Y el Evangelio nos dice de qué nivel es esa decisión. La radicalidad de esa decisión corresponde al amor verdadero. Los discípulos de Jesús son llamados a amarlo por encima de todas las cosas. Solo así descubren el sentido de su vida. Por eso Jesús puede decir: "El que encuentre su vida la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará". Es una de las frases más retomadas (hasta seis veces en los Evangelios). El discípulo "recupera" su vida (en la resurrección) cuando la "pierde" (es decir, la gasta hasta la muerte) por el anuncio del Evangelio. Es exactamente lo contrario de la concepción del mundo que lleva a pensar que la felicidad consiste en guardarse para uno mismo la vida, el tiempo, las riquezas, los intereses. El discípulo, al contrario, encuentra su felicidad cuando vive para los demás y no solo para sí mismo. Estamos al final de este "manual" de los discípulos en misión -así se podría definir el capítulo diez de Mateo- y Jesús expone algunas consideraciones sobre la acogida que les reservarán. Y dice: "Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado". La dignidad del discípulo pasa por identificarse con el Maestro, pues no lleva su palabra sino la de Dios. Jesús los llama también "pequeños": el discípulo, en efecto, no posee ni oro ni plata, no tiene alforja ni dos túnicas, y tiene que caminar sin llevarse sandalias ni bastón (Mt 10, 9-10). La única riqueza del discípulo es el Evangelio, frente al cual incluso él es pequeño y del que depende totalmente. Esta riqueza, debemos acogerla; esta riqueza, debemos transmitirla.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.