ORACIÓN CADA DÍA

Memoria de los santos y de los profetas
Palabra de dios todos los dias
Libretto DEL GIORNO
Memoria de los santos y de los profetas


Lectura de la Palabra de Dios

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes son una estirpe elegida,
un sacerdocio real, nación santa,
pueblo adquirido por Dios
para proclamar sus maravillas.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Mateo 11,25-27

En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.

 

Aleluya, aleluya, aleluya.

Ustedes serán santos
porque yo soy santo, dice el Señor.

Aleluya, aleluya, aleluya.

Jesús acaba de reprochar a las ciudades de Corazín y Betsaida, donde había predicado el Evangelio y había llevado a cabo prodigios, porque no le habían acogido. La decepción es evidente. Entonces empieza tal vez a mirar a aquel pequeño grupo de discípulos que lo seguían y lo escuchaban. Los había elegido, los había llamado uno por uno, les había impartido sus enseñanzas, los había protegido, conoce sus límites. Sabe perfectamente que entre ellos no hay poderosos ni inteligentes. Mayoritariamente son pescadores o personas de clase no elevada. Y en este punto le sale del corazón, de manera inmediata y con fuerza, una oración de acción de gracias: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a ingenuos". Jesús bendice y da las gracias al Padre porque ha dado a conocer el Evangelio del Reino a los "ingenuos", a los pequeños, es decir, a los discípulos, mientras que lo ha mantenido escondido de los sabios y los inteligentes. Estos últimos no son los que buscan la verdad, los que con sinceridad de corazón interrogan y se comprometen para que su vida sea buena. Al contrario, son los que, como los fariseos y los publicanos, ya no buscan la verdad porque piensan que ya la tienen. Es más, la confunden con sus ideas personales, con su orgullo, con su "yo". Esta oración nos previene para que no caigamos también nosotros en la autosuficiencia farisaica. Y eso sucede cuando estamos tan llenos de nosotros mismos que ya no necesitamos a nadie, ni siquiera a Dios. Este sentimiento de autosuficiencia no solo aleja de Dios sino que fácilmente se traduce también en un desprecio de los demás. El discípulo, en cambio, sabe que todo viene de Dios y de Jesús, que nos lo ha revelado. Estas palabras evangélicas nos libran del miedo del límite, del pecado y nos abren a acoger el amor de Dios, su perdón y su amistad. La fe se demuestra acogiendo la Palabra de Jesús y abandonándose con confianza al Padre. La conclusión de la oración en ese sentido es evidente: "Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (27). Jesús se presenta como el exegeta, es decir, aquel que explica el Padre a los discípulos, que muestra el secreto de la comunión que los une de manera tan profunda. Los discípulos, precisamente porque son discípulos, precisamente porque están "unidos" al Hijo, entran también en comunión con el Padre. Es el misterio de amor que a través del encuentro con Jesús llega a todos aquellos que confían en él.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.