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Liturgia del domingo
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Libretto DEL GIORNO
Liturgia del domingo

Homilía

En este domingo dieciséis después de Pentecostés continúa la lectura del capítulo trece del Evangelio de Mateo, que empezamos el domingo pasado. Es el "capítulo de las parábolas", centrado en la imagen del "Reino del cielo". Se trata de un tema fundamental en la predicación de Jesús, y por eso es decisivo para comprender el Evangelio y la voluntad de Dios para los hombres. A través de tres parábolas, el Reino es comparado primero a los tallos del trigo que se ven obligados a convivir con la cizaña, luego a una semilla microscópica, la de la mostaza, que llega a ser tan grande como un árbol y por último, a unos pocos gramos de levadura que son capaces de fermentar una masa de harina. Escuchar estas palabras evangélicas ensancha el corazón y la inteligencia para juzgar y vivir la historia humana. La parábola de la cizaña ha sido una de las palabras evangélicas tal vez más decisivas en algunos momentos históricos, cuando en mayor medida los hombres religiosos vieron amenazados los derechos de la verdad y sintieron la exigencia de defenderlos. Se puede decir que una larga historia de guerras de religión, llevadas a cabo por cristianos, han encontrado principalmente en este texto de las escrituras un obstáculo capaz de provocar reflexión, replanteamientos y dudas. El propietario del campo, de hecho, tiene un comportamiento totalmente singular. Se da cuenta de que un enemigo ha sembrado la cizaña allí donde él había echado la semilla buena. Pero cuando sus siervos le narran lo sucedido, les impide cortar la hierba mala.
¿Por qué aquel amo pone freno al celo de aquellos que, al fin y al cabo, solo quieren defender su obra? La pregunta nos hace penetrar en el misterio abismal del amor de Dios. En el libro de la sabiduría (es la primera lectura) se lee: "Dueño de tu poder, juzgas con moderación... porque tú concedes, tras los pecados, la posibilidad de arrepentirse". La justicia de los hombres debe detenerse ante el misterio de la misericordia. Podríamos decir que en esta parábola empieza la historia de la tolerancia cristiana, así como la de su traición. Es una palabra que arranca de raíz realmente la hierba mala del maniqueísmo, de toda distinción posible entre buenos y malos, entre justos e injustos. Vemos aquí en síntesis la invitación no solo a una tolerancia ilimitada sino incluso a un respeto por el enemigo, incluso en el caso de un enemigo no solo personal sino también de la causa más justa y más santa, de Dios, de la justicia, de la nación y de la libertad.
Esta parábola, tan alejada de nuestra lógica y de nuestros comportamientos, es la base de una cultura de la paz. Hoy que asistimos a la proliferación de trágicos conflictos y a la búsqueda de un blanco fácil (cuando nos sentimos fuertes) es necesario reproponer esta palabra evangélica para dar prioridad, o al menos no excluir, el momento del diálogo y de las negociaciones. Actuar así no es signo de debilidad o de cesión. Es conceder a todos los hombres la posibilidad de bajar a lo más profundo de su corazón para descubrir la huella de Dios y de su justicia. Eso requiere la inteligencia y, por qué no, la astucia de mirar a la cara al enemigo y de reconocer en él la buena fe y el mismo deseo sincero de paz. Eso significa superar la lógica del enemigo. La parábola no dice que no haya enemigos. Nada de eso. Pero sí indica un modo distinto de tratarlos: antes que segar violentamente, que puede arrancar también la planta buena, es preferible seleccionar pacientemente y esperar. Es una gran sabiduría que contiene una fuerza increíble. Realmente esta palabra de tolerancia y de paz es similar a aquella pequeña semilla de mostaza y a aquel puñado de levadura. Si la dejamos crecer en nosotros y en lo más profundo de la historia humana derrotará la enemistad y el espíritu de guerra. La decisión del amo del campo, si es acogida, puede transformar toda la humanidad. No debe asustarnos que crezcan las malas hierbas. Lo importante es hacer crecer al máximo las plantas buenas. De ese modo se afirma ya en la tierra el Reino de los Cielos.

La oración es el corazón de la vida de la Comunidad de Sant’Egidio, su primera “obra”. Cuando termina el día todas las Comunidades, tanto si son grandes como si son pequeñas, se reúnen alrededor del Señor para escuchar su Palabra y dirigirse a Él en su invocación. Los discípulos no pueden sino estar a los pies de Jesús, como María de Betania, para elegir la “mejor parte” (Lc 10,42) y aprender de Él sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5).

Siempre que la Comunidad vuelve al Señor, hace suya la súplica del discípulo anónimo: “¡Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús, maestro de oración, continúa contestando: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”.

Cuando oramos, aunque lo hagamos dentro de nuestro corazón, nunca estamos aislados ni somos huérfanos, porque somos en todo momento miembros de la familia del Señor. En la oración común se ve claramente, además del misterio de la filiación, el de la fraternidad.

Las Comunidades de Sant'Egidio que hay por el mundo se reúnen en los distintos lugares que destinan a la oración y presentan al Señor las esperanzas y los dolores de los hombres y mujeres “vejados y abatidos” de los que habla el Evangelio (Mt 9,37). En aquella gente de entonces se incluyen los habitantes de las ciudades contemporáneas, los pobres que son marginados de la vida, todos aquellos que esperan que alguien les contrate (cfr. Mt 20).

La oración común recoge el grito, la aspiración, el deseo de paz, de curación, de sentido de la vida y de salvación que hay en los hombres y las mujeres de este mundo. La oración nunca es vacía. Sube incesante al Señor para que el llanto se transforme en alegría, la desesperación en felicidad, la angustia en esperanza y la soledad en comunión. Y para que el Reino de Dios llegue pronto a los hombres.